Raúl Mendoza Cánepa

Los siete pecados y Borges

Los siete pecados y Borges
Raúl Mendoza Cánepa
18 de julio del 2016

Borges siempre fue una paradoja, más que una contradicción

Pocas veces una entrevista transmite algún contenido que no haya estado ya en nuestra mente. Jorge Luis Borges era de aquellos genios que nos obsequian alguna frase que, por antiparadigmática, se tornaba indescifrable. Borges fue un bibliotecario ciego y una paradoja en sí mismo. Así se lamentaba en su "Poema de los dones": "Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche".

Leía hace poco una sabrosa entrevista en Perfil.com (El palabrista/2), publicada por Esteban Peicovich, que resulta ineludible citar en partes y comentar. Corría abril de 1980 en Madrid, y el genial escritor parecía beatífico y feliz. Sí, feliz, pese a que una de sus más estremecedoras confesiones es que su mayor pecado fue, precisamente, “no haber sido feliz”. Pero Borges era Borges, una paradoja más que una contradicción. Las paradojas se asientan en verdades que divergen sin perder validez, las contradicciones en conflictos que deben deslindar certezas. El genio consiste en la habilidad de descubrir las paradojas universales y en escrutar el mundo sin repetir a otros.

Le preguntan a Borges sobre los pecados capitales y el escritor responde: “Stevenson decía que los siete pecados capitales eran uno solo: la crueldad. Los demás no tienen importancia”. “¿Y cómo se lleva con la pereza?”, le preguntan. Borges responde con una de sus habituales paradojas: “Yo creo que he trabajado tanto porque soy muy haragán”.

La envidia parece haber sido muy amable con Borges, quien confesaba haber amado. El genio nunca se hizo problemas con este pecado: “Por ejemplo, he estado enamorado y he sabido que otra persona amaba a la misma mujer que yo. Y yo pensaba, en fin, esto nos une. Los dos nos damos cuenta de que esta mujer es admirable, y él debe sentir amistad por mí y yo sentir amistad por él”.

¿Y Borges pecó de gula? Sabemos del apetito inmensurable de Neruda (¿Han leído Comiendo en Hungría?), siempre abastecido de comidas y de amantes. El argentino tenía más las actitudes de un asceta. Borges dice: “La gula serían los copos de maíz, el café y el dulce de leche. También el de guayaba. En general me gusta la comida seca”.

El autor de El Aleph, intenso en los libros, no era sensorial como el poeta nobel de Parral (Chile). Tampoco era dado a la soberbia, tan natural en los escritores cuya felicidad depende siempre de la gloria que les provee la crítica. Cuando le preguntan cuál ha sido su pecado de soberbia, nos da luces de una costumbre ancestral entre los orientales. Los chinos aseguran que no se discute para ganar, sino para dar con la verdad. Probablemente la competencia intelectual aleje a Occidente de verdades que pudieran ser más visibles sin la dialéctica vanidosa.

De otro lado, la lujuria para Borges parece haber sido ficcional. En el imaginario de la literatura, Borges vivió solo por la escritura y la lectura, habitó su propio libro, ajeno a los deseos y la carne. Mario Vargas Llosa dijo alguna vez, si la memoria no falla, que si el escritor argentino alguna vez hizo el amor, “lo hizo por cortesía”. Pero el argentino nos sacude para extraernos de su propio laberinto. ¡Ha pecado de lujuria, pero no ha pecado!: “Creo, como Stevenson, que no es un pecado. Haber deseado bastante, querido mucho a la mujer no es pecado”. Borges nos extrae de nuestros propios laberintos para darnos una lección.

¿Y la ira? El escritor no era iracundo, la ira no estaba en sus planes. Sabia era la brújula que lo llevaba hacia el desahogo o la decepción, nunca hacia la ira: pero se sabe que odió a Perón. Cuando el gobernante asumió, el gran director de la Biblioteca Nacional derivó a un cargo tan menor como irónicamente ridículo: inspector de aves.

Borges será siempre un luminoso y extraño laberinto.

 

Raúl Mendoza Cánepa

 
Raúl Mendoza Cánepa
18 de julio del 2016

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