Jorge Morelli

Los americanos se van

Los americanos se van
Jorge Morelli
24 de junio del 2014

Acerca del conflicto entre sunitas y chiítas en Iraq 

Fracasado su proyecto terrorista global, Al-Qaeda pretende ahora restaurar nada menos que el Califato de Bagdad, en el norte de Iraq y parte de Siria, la cuenca alta de los ríos Tigris y Eufrates, la antigua Mesopotamia. Procura hacerlo con base en el territorio de los musulmanes sunitas en Siria e Iraq. No pretende, por ahora, los territorios del grupo musulmán chiíta, al sur de Iraq hasta la desembocadura de ambos ríos en el Golfo, ni los de la etnia kurda, al este. 

El Califato de Bagdad original fue bastante más grande que eso. Duró 500 años entre los siglos VIII y XIII después de Cristo y, en su máxima expansión llegó a gobernar en el siglo IX un territorio que iba desde el río Indo en el Este (hoy Pakistán) hasta la antigua Cartago en el Oeste (hoy Libia), algo similar al antiguo Imperio Persa conquistado por Alejandro el Grande de Macedonia doce siglos antes. 

La edad de oro fue la del califa Harún al-Rashid (786-809), el gran personaje de Las Mil y una noches, que por las noches dejaba su palacio disfrazado de hombre común para escuchar lo que su pueblo pensaba de él y de su gobierno. El que miraba de igual a igual a Carlomagno, heredero del Imperio Romano de Occidente, Defensor de la Fe Católica y brazo armado del Papa, y recibía a sus embajadores, en un diálogo distante. El Califato de Bagdad evoca el tiempo mítico de un imperio cuya legitimidad se basa en una justicia cuyo código es al mismo tiempo el de la fe de los creyentes del Islam y el tiempo también de una resistencia armada, no necesariamente bélica, del mundo musulmán frente a Occidente. 

Tal es, nada menos, la poderosa narrativa que Al Qaeda pretende explotar políticamente en beneficio de su nuevo proyecto de dominación en Iraq y Siria. 

El conflicto religioso antiguo halló un modelo de procesamiento en la tolerancia y la convivencia pacífica de cristianos, judíos y musulmanes en la España del siglo XIII, de Alfonso X el Sabio, cuande en Toledo se traducían al árabe los libros de Aristóteles en latín. Es lo que simboliza la reciente reunión del papa Francisco con líderes musulmanes y judíos en Jerusalén y en Roma. 

Pero los conflictos religiosos internos del mundo musulmán de hoy -entre sunitas y chiitas, que disputan la legítima descendencia de Mahoma- multiplicados por conflictos étnicos – con los kurdos, por ejemplo- son el equivalente -saltando enormes distancias- de las guerras religiosas de los siglos XIV y XV en Europa occidental, entre católicos y protestantes, superpuestas a conflictos étnicos aún más antiguos. 

Como es sabido, en la historia de Occidente, las guerras religiosas terminaron con la creación del Estado moderno, que impuso la paz al mismo tiempo que la libertad de conciencia. El símbolo de esa transición es el Leviatán de Thomas Hobbes y su famosa sentencia: “auctoritas non veritas facit legem” (La autoridad, no la verdad, hace la ley). Si cada uno tiene su verdad religiosa, la única solución es la libertad de culto, pero donde todos obedecen la misma ley. 

El equivalente del Estado autoritario en el mundo árabe de hoy son los gobiernos laicos que descansan en el poder del Ejército. Dictaduras brutales como las de Saddam Hussein en Iraq o Bashar al Assad en Siria son el equivalente del Estado autoritario del cardenal Richelieu en la Francia del siglo XIII. Los suyos no fueron Estados fundados en la fe del Corán, sino proyectos modernizadores –como el de Kemal Ataturk en Turquía o el de Nasser en Egipto-, basados en textos constitucionales que hablan de libertades mientras el poder se apoya en el Ejército. 

Tal es el panorama en el que se produjeron las dos Guerras del Golfo, y en la última de ellas el derrocamiento de Saddam Hussein. Claramente la invasión fue para evitar la interrupción del abastecimiento de petróleo a la economía global. Fue innecesario presentarla como una lucha por la instauración de una democracia en Iraq. La creación por los aliados de una democracia en Iraq resultaría inevitablemente en una de baja gobernabilidad, sin equilibrio de poderes. 

Va de suyo que el monopolio del Ejército por uno de los grupos en conflicto –sunita en el caso de Saddam, por ser su etnia- era un problema (caso contrario, el conflicto divide al Ejército). Es lo que ha hecho el gobierno democrático de Iraq a pesar de los esfuerzos norteamericanos por establecer un Ejército multiétnico. Resulta obvio que, en esa situación, el retiro de las tropas estadounidenses de Iraq dejaría a la joven democracia iraquí a merced de dos amenazas: la recaída en las guerras religiosas de un lado y, de otro, el regreso del autoritarismo para ponerles fin. Mientras estados Unidos y la economía global reducen progresivamente su dependencia del petróleo iraquí hasta un punto en el que en el futuro puedan desentenderse de la suerte de Medio Oriente, y ante el delirante proyecto fundamentalista y autoritario sunita de Al-Qaeda, de restaurar el Califato de Bagdad, el débil gobierno iraquí debe pensar hoy día que ya es bastante malo que los americanos invadan, pero lo peor es que luego se van.

Por Jorge Morelli

Jorge Morelli
24 de junio del 2014

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