Darío Enríquez

Las ciudades libres del futuro

Las ciudades libres del futuro
Darío Enríquez
05 de octubre del 2016

Una búsqueda que recién se inicia

Se habla mucho sobre cómo el crecimiento económico verificado a nivel macro no encuentra su correlato a nivel micro, mejorando el bienestar de los ciudadanos. Se observan las cifras y llama la atención cómo así estamos cada día mejor desde la macroeconomía y nos sentimos cada día peor en nuestro discurrir cotidiano. El nuevo gobierno no pasa aún de algunos fuegos artificiales, estamos muy cerca de que ni la macroeconomía nos consuele. En fin.

Volvamos al tema. No solamente el mundo es más urbano que rural desde hace más de un lustro, sino que la dicotomía urbano-rural no va más (Geraiges, 2001). Lo que tenemos ahora es una gran red de urbes por todo el planeta, y las antiguas zonas rurales convertidas en periferias de complejas, múltiples, entrelazadas y superpuestas subredes urbanas. Nuestro bienestar tiene que ver necesariamente con la forma de vida en nuestras urbes. Es allí donde se define la calidad de vida, a partir de las bondades del crecimiento económico y también de los peligros expresados en desbordes de violencia urbana, delincuencia organizada y rebrotes de extremismo ideológico. Lo creíamos extinto a fines de los noventas, pero amenaza con volver desde la perfecta neo-idiotez latinoamericana (parafraseando a Vargas et al., 1996) que llaman socialismo del siglo XXI.

Las ciudades no crean pobreza, sino que atraen a los más pobres (Glaeser, 2011), quienes llegan a ellas en busca de oportunidades que no encuentran en sus lugares de origen. Son, en su mayoría, los excluidos de la nueva ruralidad por sucesivas olas de cambios tecnológicos en el campo. Es en las ciudades donde “sentimos” el bienestar y el progreso que trae consigo el crecimiento económico. El “derecho” a la ciudad y el consiguiente bienestar se encontraría secuestrado por la perversa lógica del capitalismo neoliberal, a decir de Harvey (2011), que extraviado en sus arquetipos filosóficos (de alguna manera hay que llamar a su marxismo impenitente), niega que ese derecho se fortalezca con el individuo y más bien propone su colectivización a partir de iluminados burócratas planificadores urbanos, quienes nos dirán cuál es la fórmula ganadora para ser felices. Cuesta trabajo entender cómo estos neourbanistas colectivistas pueden citar tanto a Jane Jacobs (1961) y olvidan uno de sus principios más importantes: el derecho a que cada individuo pueda seguir sus propios planes, su propio proyecto de vida en la ciudad. Este grito de libertad está presente también en Ayn Rand (1957), en el célebre discurso del enigmático John Galt, casi en idéntico fraseo y en defensa del derecho del individuo a ser feliz frente a la opresión del planificador burócrata estatal.

En la línea de esta búsqueda libertaria, investigadores como Romer (2013) y Melián (2014) proponen reflexionar sobre nuevos modelos de ciudad. La discusión está abierta. Tabarrok y Rajagopalan (2015) mencionan el modelo de “ciudad privada” y muestran el notable caso de Gurgeon, ciudad india con estándares de vida muy elevados y donde casi todos los servicios son privados. En Argentina y Honduras se experimenta en forma aislada, y más bien como una extensión o agregación de los “barrios residenciales cerrados” que podemos ver en todo el mundo. En Lima podemos encontrar estos barrios a lo largo y ancho de la ciudad, desde Las Casuarinas hasta Manchay, pasando por Pueblo Libre, Surco, Los Olivos y Villa El Salvador. En algunos casos son opciones elitistas y en otros surgen como respuesta al incremento de la inseguridad urbana. Hay un innegable aire de perversión en estas prácticas que limitan espacios, establecen prohibiciones de acceso y dificultan la libre interacción entre los habitantes de la ciudad para que puedan validarse los diversos tipos de intercambio y proyectos de vida en libertad.

El caso de Hong-Kong es emblemático para quienes exploramos la opción válida de crear espacios urbanos bajo una lógica de libertad, intercambios voluntarios, coexistencia pacífica y estado mínimo. Hong-Kong no ha sido producto de una planificación minuciosa e intervencionista de una burocracia urbana estatal, sino más bien fruto espontáneo de acciones emprendedoras de sus habitantes y de quienes escogían desarrollar sus planes allí, creando riqueza en forma sostenible bajo una lógica de libre mercado. De hecho, a fines de los setenta, el modelo capitalista chino no se implantó en todo su territorio, sino que —tomando la lógica de Hong-Kong— se crearon inicialmente cuatro grandes zonas de tratamiento especial en la costa este contigua, y luego se prosiguió con las ciudades medianas (Romer, 2013).

Se trataría entonces de encontrar territorios en los cuales poder desarrollar iniciativas que Romer llama “charter cities”, o ciudades con estatuto especial, y que Melián denomina “free market cities”, o ciudades de libre mercado. En Centroamérica y el Caribe se han identificado diversos puntos como Guantánamo en Cuba, la costa este de Honduras, las zonas aledañas al nuevo canal de Nicaragua, etc. Al ser complicado de aplicar este modelo a grandes ciudades ya existentes, se trataría de encontrar espacios disponibles próximos a ciudades medianas o pequeñas, y de preferencia costeras, relativamente cercanas a las metrópolis de hoy. En el Perú, El Pedregal —entre Arequipa y Camaná— luce interesante, aunque con todo un proceso urbano caótico e informal por revertir. Pacasmayo, entre Trujillo y Chiclayo, apunta como otro espacio que debe tenerse en cuenta; lo mismo que Pisco al sur de Lima, Supe hacia el norte o la proyectada urbanización de las islas San Lorenzo y el Frontón.

Darío Enríquez

 
Darío Enríquez
05 de octubre del 2016

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