Jorge Valenzuela

La senda del perdedor

La senda del perdedor
Jorge Valenzuela
23 de julio del 2014

A veinte años de la muerte de Charles Bukowski

Una relectura de Ham on Rye o La senda del perdedor, de 1982, de Charles Bukowski me obliga a recuperar algunas de las palabras que hace algunos años redacté para la revista Diégesis, especializada en narrativa. Era el 2004, habían pasado diez años de su anónima muerte en el Hospital San Pedro Península en California y los jóvenes escritores peruanos de los noventa lo imitaban despiadadamente. Hoy, que su obra y su recuerdo empiezan a borrarse de la mente de sus ingratos seguidores, creo que vale la pena recuperar su trayectoria como escritor.

Borracho, drogadicto, proxeneta, obseso sexual y escritor de pacotilla fueron los calificativos utilizados por la crítica contra Hank y su literatura con el propósito de sumirlo en el infierno de la indiferencia y el silencio.

Los curiosos querrán saber qué hubo detrás del Bukowski escritor. Lo diremos. Una inmensa e insufrible pobreza, un mundo de mediocridad familiar que marcó su vida para siempre. Una adolescencia vivida a partir de todas las variantes del abuso doméstico y un padre entregado al vicio de las promesas nunca cumplidas y al alcohol. Es cierto que Hank bebía y lo hacía en grandes cantidades. Es cierto que haraganeaba cuando cayó preso en ese inmundo trabajo en la oficina postal en donde era mangoneado por el más despreciable de los empleados. Es cierto que convivió con prostitutas y que, en algún momento, muchas de ellas se convirtieron en sus mejores amigas.

¿Y…?

Bukowski fue un adulto que nunca pudo superar el problema de ser rechazado por las mujeres en su juventud y que no tuvo más remedio que sofocarse en el sexo con prostitutas. Fue un bueno para nada, como el mismo se calificaba. Por ello siempre se refirió al mundo que vivió como una inmensa construcción hecha de mierda y reconoció que él había llevado “una vida extraña y confusa, de total y espantosa servidumbre”.

Pero, ¿es acaso todo esto importante para valorar su obra? Felizmente encontró en la literatura una salida, ese abrazo que lo reconcilió con el mundo otorgándole una esperanza. Tenía 35 años cuando escribió su primer poema.

En los personajes de Bukowski está inscrita, ejemplarmente, una debilitada pero eficiente lucidez, una fatigada habilidad para manejarse en un mundo en el que siempre se sufrirá la derrota frente a los demás, pero sobre todo frente a sí mismos. En esa resaca permanente, producto de una borrachera conducida por sus propios fracasos, sus personajes, después de haber caído para siempre, se retuercen en la miseria para decirnos que no son capaces de enfrentarse a la vida sin una botella de bourbon en las manos y que están dispuestos a sumirse en la esclavitud del desaliento, la mediocridad, la violencia, las drogas y el sexo con tal de olvidarlo todo, con tal de dejar de sufrir. Por eso sus personajes no tienen el semblante de las víctimas con las cuales uno puede solidarizarse y más bien parecen gozar en ese inferno contemporáneo de las ciudades solitarias, de las calles inmundas, bares infames y habitaciones tristes en el que la vida de un sujeto no vale un comino.

Por estos motivos y por su propia inmolación sigamos recordando a Bukowski al cumplirse este año los veinte de su muerte y leámoslo no para celebrar y consentir toda la carencia de sentido que sus textos escupen en cada página con el sabor del ron barato.

Que los más jóvenes, si lo siguen admirando, no se conviertan en aparatos de autopublicidad, en vitrinas del autobombo, en sujetos despreciables detrás de la búsqueda del éxito y de la figuración que el maldito mercado les impone. Que si lo admiran, lo recuerden sin convertir sus propios textos en patéticas imitaciones narrativas, sin pretender ser como él, sin prostituir su sagrado lenguaje y su salvaje resistencia contra la sociedad norteamericana que no defendió nunca y que condenó desde el fondo de la botella que se bebía todos los días.

Por Jorge Valenzuela Garcés

Jorge Valenzuela
23 de julio del 2014

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