Franco Germaná Inga

La selva que olvidamos

La selva que olvidamos
Franco Germaná Inga
13 de diciembre del 2016

Crónica personal de una Navidad en Amazonas

Abrí los ojos y sentí el sol. Desde que me desperté al aterrizar en el aeropuerto de Jaén, en Cajamarca, sus rayos tocaron mi piel; felizmente el desembarque fue rápido, en parte porque el aeropuerto es muy pequeño. Es casi como de juguete, lo cual fue un guiño del universo, una ironía, teniendo en cuenta el motivo de nuestro viaje: llevar regalos de Navidad a niños de comunidades nativas en Amazonas.

Al tener nuestras maletas, nos metimos en una van china Changan, de esas que se promocionan por televisión en la madrugada, la cual para nuestra sorpresa fue más rápida de lo que esperábamos, aunque sufría en las cuestas. Nuestra primera parada era la comunidad nativa de Nazareth, en Amazonas, un viaje de más de cuatro horas por una pista en mal estado que se adentraba en las fauces de la selva. El tiempo y las incomodidades del trayecto fueron opacados por la majestuosidad del paisaje.

Al llegar, ingresamos a la comunidad de la mano de Ambrosio y Claudia, un joven matrimonio de líderes comunales que llevaban a su bebé en brazos. Mientras nos acercábamos al centro comunal el sonido de la música se escuchaba más fuerte y los cánticos de la gente —en una lengua que no podíamos comprender— nos envolvían. A lo lejos divisamos una enorme cantidad de personas esperando por nosotros. Luego, una señora y dos niños vestidos con sus trajes típicos nos dieron la bienvenida y nos pintaron el rostro con achiote: ahora éramos unos de ellos. Sentir como te aplauden más de 500 personas, ver cómo la mayoría de habitantes son niños y como su esperanza de un futuro mejor se refleja en sus ojos, es algo que nunca olvidaré.

Hay algunos que tenemos mucho, comparado con otros que no tienen nada; sin embargo, de su nada comparten contigo. Eso fue lo que pensé cuando una decena de mujeres nos sentó a los voluntarios en una larga mesa que cubrieron con hojas de plátano y nos invitaron con su propia mano los humildes potajes de su tierra: patarashca, un ala de pollo flaco, suri y diversas frutas. Es el gesto lo que mueve el alma y ellos lo hicieron.

El resto es difícil de explicar. Dimos los regalos y vimos sonreír a los pobladores. No obstante, hubo un hecho que me llamó la atención: mientras uno de nosotros repartía gaseosas se le cayó una botella, lo que ocasionó que varios niños se pusieran a pelear por ella. Lo que al inicio parecía un juego luego se volvió algo más serio; realmente estaban luchando por ver quién se quedaba con ella. Ver ese nivel de necesidad en la gente te hace poner las cosas en perspectiva.

La noche pasó y llegó el momento de despedirse para dirigirnos a Santa María de Nieva, a horas de distancia, de donde partiríamos al día siguiente para visitar más comunidades. Todas esas horas de trayecto me sirvieron para pensar que por más regalos que les hayamos llevado, sus problemas seguirán cuando salga el sol: seguirán con agua contaminada, seguirán expuestos a diversas enfermedades (como el VIH), los niños seguirán con parásitos, seguirán sin zapatos, sus pollos seguirán muriendo y seguirán siendo pobres.

Es curioso cómo un lugar con el que no tengo ninguna relación filial siempre me ha cautivado. La selva con sus sonidos, colores, ríos, siempre tan salvaje y llena de vida, nos habla constantemente y ahora grita que no la olvidemos. Es curioso como ella, que representa los dos tercios del territorio nacional y más del 90% de nuestras reservas de agua y una infinidad de recursos más, es la misma selva que siempre olvidamos.

Al llegar al Jorge Chávez, abrí los ojos y sentí el sol, pero con una nueva meta en la mente.

Franco Germaná Inga

@FrancoGermana

Franco Germaná Inga
13 de diciembre del 2016

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