Manuel Gago

La sangre de la coca

La sangre de la coca
Manuel Gago
18 de septiembre del 2017

Una pequeña pero poderosa novela

“Él vio cómo los policías rebuscaban a los muertos, les quitaban sus alhajas de oro, como anillos, pulseras y brazaletes. Luego los arrojaban al río despanzurrados, con la finalidad de que no floten”.

En 1980 era estudiante de Ingeniería y fungía de periodista en una emisora huancaína. Así, con esa prerrogativa privilegiada, puede ver en un terreno de Centromin Perú —ubicado en Umuto, en la periferia de Huancayo— numerosos pozos de maceración de coca que alineaban ordenadamente sus perfectos círculos. Nunca se supo con certeza quién era el capo que logró que un predio del Estado fuera utilizado para la actividad corrupta. Centromín Perú era la minera estatal más grande y no solo no cuidaba el medio ambiente, sino que además —por este hecho— se había convertido en un eslabón del narcotráfico por la desidia o complicidad de algunos de sus funcionarios.

Por entonces, después de doce años de dictadura militar, Fernando Belaunde volvía a la Presidencia de la República. Durante su Gobierno no se desarmó el aparato estatal corrupto, lerdo y tugurizado que el dictador golpista Juan Velasco se encargó de imponer para la desgracia nacional. Así como el narcotráfico tuvo el atrevimiento de utilizar instalaciones de la minera estatal, así también otros se atrevieron a salir de la pobreza sin mayor esfuerzo. Otra suerte de capos operando en Huancayo. Abrieron negocios y se hicieron de luces, de empresarios exitosos. Y, por el lado contrario, la servidumbre joven —las empleadas del hogar que llegaban a la fuerza o por propia voluntad a la ciudad— volvía a sus lugares de origen, a la selva, porque sus manos suaves servían para cosechar hojas de coca y porque las remuneraciones eran bastante mejores.

El narcotráfico se inicia poco después de que Ramón Castilla facilitara el poblamiento de la selva central. ¿Para qué? Para producir coca y caña, para que la producción sea distribuida en las comunidades mineras. Para la segunda ola de asentamientos, durante el primer gobierno de Fernando Belaunde, la industrialización de la coca ya estaba firme en el monte, escondida entre papayas y naranjos.

Desde Chanchamayo, Wilfredo Silva y Faustino Valladolid, en La sangre de la coca, una pequeña pero poderosa novela, le dan vida al “chato“, personaje íntimamente ligado a un cartel que opera en el Huallaga. La obra, que de ficción no tiene nada, relata cómo el narcotráfico se sirve de la policía, Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) para salvaguardar el acopio y transporte de la mercancía ilegal. Y sobre todo para custodiar las numerosas pistas de aterrizaje, cada uno por su lado, en recónditos parajes de la selva.

El “chato“ es hombre de confianza de uno de los cabecillas. Coordina con el “químico“ la producción de la droga, transporta el dinero que recibe de los pilotos colombianos y paga a todo aquel que estuviera comprometido en la cadena delictiva. Lo que incluye a oficiales del Ejército que, usando los helicópteros de su institución, cobran lo que les corresponde. Luego de que los despachos finalizan sin contratiempos, el villorrio en pleno corona la tarea con tremendos bacanales.

En La sangre de la coca se cuentan traiciones (del oficial nuevo que es asesinado por su idea ilusa de limpiar la imagen de su institución) y vendettas, que son pan de cada día por unos fajos más. Cuenta cómo la farándula nacional —la que utiliza la televisión para elevar su sintonía e idiotizar a la gente— no se hace ascos entreteniendo en esos villorrios a “cumpas“,“tiras“ y narcos, todos juntos en una jarana cualquiera.

¿Quién financia a los antimineros, políticos y dirigentes radicales? No es novedad que numerosas cooperativas y prestamistas, sin más trámite que un DNI a la vista, dan dinero a cualquiera; tampoco que la mayoría de crímenes violentos son ajustes de cuentas del narcotráfico. No es novedad que parte de la economía nacional se sustenta en el “pitufeo“, convirtiendo a cualquiera sin conciencia en un “exitoso emprendedor“.

PD 1: El “chato“ no es el alter ego de ninguno de los autores.

PD 2: La poderosa Amazon, desde su sede en Seattle, dispone de la obra traducida al inglés.

Manuel Gago

 
Manuel Gago
18 de septiembre del 2017

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