Darío Enríquez

La naturaleza destruye nuestra ilusión desarrollista

Estamos expuestos a ella y a sus dictados

La naturaleza destruye nuestra ilusión desarrollista
Darío Enríquez
22 de marzo del 2017

Estamos expuestos a ella y a sus dictados

Una incómoda sensación flota en el ambiente: no nos hemos desarrollado tanto como pretendíamos. Las señales de que el crecimiento no se convirtió en suficiente desarrollo estaban allí, pero culturalmente nos preocupaba poco. Mientras tuviéramos “casi de todo” no había problema. En buena hora, la prosperidad “casi” se había convertido en parte de nuestro cotidiano. Materialmente a los peruanos no nos faltaba “casi nada”. Pero ese “casi” apenas percibido, se activó hace poco con el fenómeno denominado Niño Costero.

El Perú tiene una geografía compleja, difícil y retadora. En la región, después de Chile y Bolivia, tenemos las mayores dificultades para asentarnos en nuestro territorio, desarrollar centros urbanos y explotar nuestros recursos naturales para ponerlos al servicio de nuestro bienestar. La faja costera forma parte del desierto más seco del mundo, y allí vive el 55% de los 31,5 millones de peruanos. Solo en Lima metropolitana (que incluye el Callao) se aglomeran más de diez millones de personas. Nuestra capital es la segunda metrópoli más populosa en medio de un desierto, después de El Cairo (Egipto) que cuenta 16 millones de habitantes.

No suele haber lluvias copiosas en nuestro desierto costero. En lugar de ello hay ligeras precipitaciones a las que llamamos con sugestivo nombres como llovizna, garúa o chispeo. Las tormentas eléctricas son extremadamente raras, tampoco hay huracanes ni tornados. Los diversos oasis asociados a centros urbanos cuentan con riachuelos que solo tres o cuatro meses al año traen gran caudal; algunos llegan a secarse casi por completo durante varios meses, tanto que pueden atravesarse caminando de un lado al otro. La producción de agua potable es casi milagrosa para la densidad poblacional que habita esos oasis. El agua proviene de puquiales y deshielos, además de la que se encuentra en la napa freática diez o quince metros bajo tierra. Nuestras montañas andinas surten de ese modo gran parte del agua que debe potabilizarse para el consumo humano. A la visión de un extranjero del hemisferio norte, donde las estaciones son mucho más marcadas, viviríamos una “eterna primavera” en la medida que la temperatura oscila entre 15°C en invierno y 30°C en verano, un poco más cálido en el norte, un poco más templado en el sur. La humedad alcanza cifras cercanas al 100% casi todo el año en Lima.

Tener cerros carentes de mayor vegetación en las colinas costeras, hasta las estribaciones de los Andes, define condiciones geográficas diferentes a las de latitudes similares. La fría corriente de Humboldt, presente en el Pacífico sur, baña nuestras costas y condiciona un clima más templado y menos tropical que el que le correspondería al país por su ubicación cercana a la línea ecuatorial. Las tierras costeras son muy fértiles si se irrigan adecuadamente, los terrenos planos son fáciles de urbanizar y la cercanía del mar favorece tanto actividades extractivas pesqueras como la comunicación marítima con el mundo, desde importantes puertos. Estos tres elementos explican en buena parte la densidad poblacional.

Cada cierto tiempo, el fenómeno de El Niño calienta las frías aguas de la costa sudamericana y le devuelve a la faja costera por unas semanas el carácter tropical que debiera tener. Condiciones ideales para la formación de embalses en las montañas por el exceso de lluvias; embalses que al desbordarse toman camino cuesta abajo, provocando grandes avalanchas de piedra y lodo. Son los temidos huaicos, nombre particular y único que define su peculiaridad en el sistema geográfico de nuestro desierto costero. No solo saturan e inundan los alrededores de los frágiles cauces de riachuelos, sino que toman cualquier espacio siguiendo una trayectoria veloz, brutal y destructiva. En las zonas tropicales, la abundante vegetación supone una barrera natural, que en el caso de nuestra costa prácticamente no existe. Por eso estas avalanchas son diferentes y mucho más destructivas que las que se presentan en otras latitudes.

Nuestras ciudades crecen siguiendo, en buena parte, un modelo que se podría llamar “habilitación urbana espontánea”. El 80% del territorio de nuestras grandes urbes responden a este informal tipo de urbanización, que invierte el proceso racional de habilitar un espacio urbano para su ocupación posterior. La urbanización “espontánea” primero ocupa un terreno desprovisto de todo servicio. Poco a poco se va enraizando y desarrollando una dinámica local que sigue una lógica autogestionaria. Los servicios y el equipamiento urbano terminan por darse progresivamente, y así florece una nueva ciudad. Ese proceso tiene muchas virtudes, pero también fragilidades y riesgos que hoy se hacen mucho más evidentes. Las ciudades suelen ocupar espacios tales como quebradas, riberas e incluso parte de antiguos cauces secos de los riachuelos. Estos espacios suelen ser los que los huaicos encuentran como camino para desfogar su potencial destructivo.

La catástrofe que vivimos en estos días pone en evidencia la desidia general —tanto de autoridades como de los propios ciudadanos— respecto de la ocupación de espacios de alto riesgo y esa urbanización espontánea que no hemos sido capaces de formalizar. El saldo momentáneo es dramático y, con seguridad, aumentará día a día. Los expertos dicen que todavía nos queda casi un mes de emergencias. Este fenómeno aún no alcanza los niveles que tuvo el de 1997-1998, aunque se piensa que pronto lo superará. Lima ha sufrido un grave corte de suministro de agua potable debido a que las aguas que se usan para han sido contaminadas por excesivo lodo, lo que impide el proceso de potabilización.

En medio del gran crecimiento económico del último cuarto de siglo, poco o nada se hizo para incrementar la producción de agua potable en la capital, siendo que el consumo de hogares ha pasado de 250 millones de metros cúbicos en 1990 a casi 400 millones de metros cúbicos en 2016. No había reservas para atender contingencias como estas. El gobierno ha reaccionado tardíamente. No estábamos preparados, aunque creíamos que sí. En 1997 se mitigó el desastre con mucha mayor eficacia, y se perdieron solo dos puntos en el PBI. En 1983 los resultados fueron dramáticos, con una pérdida de diez puntos en el PBI. Hoy el gobierno tiene una gran capacidad de gasto, de modo que el Estado puede invertir en la reconstrucción, y eso evitaría la recesión inminente. Lamentablemente, tenemos dudas fundadas sobre la eficacia de ese gasto en un gobierno inicialmente lento, distraído y difuso, que parecía dormir plácido en la mullida alfombra roja de un salón palaciego.

Darío Enríquez

Darío Enríquez
22 de marzo del 2017

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