Neptalí Carpio

La corrupción en democracia es más peligrosa

La corrupción en democracia es más peligrosa
Neptalí Carpio
06 de enero del 2017

Lo que más preocupa son los altos niveles de tolerancia a la corrupción

Si algo demuestran estos treinta años de corrupción en el Perú es que esta es más peligrosa en un régimen democrático que en una dictadura o régimen autocrático. En los años noventa, durante el gobierno del ex presidente Fujimori, las atrocidades y el uso ilegal de los recursos públicos fueron tan perversos y dañinos que rápidamente se crearon las condiciones para una amplia oposición que terminó por doblegar ese régimen autocrático. Ese gobierno empezó a desmoronarse incluso desde sus propias entrañas, cuando los videos grabados por Montesinos se convirtieron en el arma letal para su liquidación final.

Sin embargo, la corrupción ocurrida en la década de los ochenta, durante el primer gobierno de Alan García, y la que hemos vivido desde el gobierno de Alejandro Toledo hasta el actual escándalo de Lava Jato y las coimas de Odebrecht es en realidad más peligrosa que la de los noventa. Esto es así porque bajo el manto de las formas democráticas, la corrupción termina por disfrazarse y consolidarse institucionalmente. Sobre todo por la existencia de un Poder Judicial defensor de la impunidad y de un Congreso con excesivos privilegios y ausencia de control, donde los procesos de acusación constitucional y comisiones investigadoras no han demostrado consistencia para demostrar indicios de corrupción o han terminado por blindar a conocidos personajes que se ubican en los puntos más altos de la pirámide del poder.

La situación es tanto más grave por el hecho de que el régimen democrático actual ya convive, desde hace varios años, con una extendida presencia del narcotráfico y diversas variantes de una economía delictiva. Así se ha consolidado un segmento empresarial que actúa como poder fáctico en universidades, juegos de azar, colegios, narco regiones y cadenas comerciales, donde se lava dinero sucio, sin que el Estado tome sostenidamente medidas ejemplares.

La mala utilización del debido proceso —recursos de amparo, acciones ante el Tribunal Constitucional y otros artificios legales, la mayoría de los cuales cuentan con el respaldo de diversos estudios de abogados, especializados en defender a delincuentes de cuello y corbata—, configura una institucionalidad inerte frente al avance de la corrupción y el narcotráfico. Los medios de comunicación y las redes sociales ventilan, sin parar, diversos casos y con múltiples modalidades; pero no hay en la sociedad ni en el Estado un movimiento y un sistema de lucha contra la corrupción tan potente y extendido como para traerse abajo este andamiaje que sostiene la impunidad, más allá de algunos casos aislados donde sí se ha actuado ejemplarmente.  

La expresión mayúscula de esta situación es el éxito que ha tenido un ex presidente, al haber culminado con éxito un plan de limpieza de todas sus acusaciones, con el apoyo de jueces, parlamentarios, periodistas y magistrados del Tribunal Constitucional. A tanto ha llegado el cinismo de este personaje que ahora ya viene orquestando una ofensiva para evitar ser acusado por los casos Lava Jato y Odebrecht.

Y como una gran ironía histórica, podríamos asistir en los próximos meses a una situación en la que la bancada fujimorista sea el verdugo de tres gestiones democráticas, después del gobierno de Valentín Paniagua, gestiones en las que Odebrecht habría corrompido a funcionarios y autoridades del más alto nivel, incluyendo ex autoridades municipales. La bancada de Fuerza Popular, un actor que nació de las entrañas de uno de los gobiernos más corruptos de nuestra historia, puede darse el lujo de enrostrar a los “demócratas” de la chakana, del aprismo y del nacionalismo que aquellos gobiernos solo se quedaron en el pregón democrático, pero utilizaron la coima y el latrocinio, con tanta intensidad como se hizo en la década de los noventa.

Sin embargo, lo que más debe preocupar son los altos niveles de tolerancia a la corrupción por parte de la ciudadanía y otros actores en pleno régimen democrático. Bajo el manto de las formas democráticas y de una pantomima de acusación anticorrupción, lo esencial, lo vivencial, es que estamos en una sociedad, en un Estado y en una economía en las que, más allá de los fuegos artificiales acusatorios, la impunidad goza de buena salud. Sinceramente, cada vez tengo menos esperanzas de que casos como el de Lava Jato u Odebrecht terminen en una ejemplar sanción. ¡Cuánto quisiera equivocarme!

Por Neptalí Carpio
Neptalí Carpio
06 de enero del 2017

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