Darío Enríquez

Hablemos de los mercados y del maldito comerciante

Crisis de los “paperos” nos regresa al nefasto estatismo

Hablemos de los mercados y del maldito comerciante
Darío Enríquez
07 de febrero del 2018

 

El intercambio comercial es la actividad más noble del ser humano. Es, de hecho, la actividad fundacional de la civilización por excelencia. Cuando los cavernícolas, en vez de agredirse físicamente para tomar violentamente las cosas del otro, deciden intercambiar bienes en forma libérrima y voluntaria, en ese momento nace la civilización. Ese impulso potentísimo para el progreso humano hoy nos ha llevado a inéditas cotas de bienestar material.

Aunque no se sabe a ciencia cierta cuándo se dio el primer intercambio comercial, es probable que haya emergido en forma simultánea y paralela desde hace unos 7,500 años a lo largo y ancho del planeta. La aparición de las primeras ciudades en la medialuna fértil, hace unos 6,500 años, fue sin duda corolario de ese influjo, animado por el gran salto de la especialización y el comercio. Con ellos todos podríamos disfrutar pacíficamente de lo mejor que otros fabricaban, simplemente intercambiando voluntariamente lo que teníamos con lo que esos otros necesitaban. Eso es lo que genera riqueza.

Han transcurrido milenios y debemos lamentar que ese principio fundamental civilizatorio sea ajeno a gran parte de ciudadanos del siglo XXI. No tenemos derecho alguno a obligar a nadie a un intercambio en el que no quiere participar porque no le conviene bajo las condiciones que se proponen —precio, cantidad, calidad, etc.— o simplemente porque no lo desea. Es un acuerdo de partes. Apelar al falso principio de “combatir la posición de dominio” para anular el libre intercambio comercial y —qué raro— colocar al Estado como el supremo juez que todo lo determina y todo lo planifica, es anti civilizatorio. Estatismo puro y duro.

Esa supuesta “posición de dominio” tiende a extinguirse si hay condiciones de libre mercado. En cambio, se fortalece negativamente cuando tiene el apoyo del Estado. En la historia de la humanidad no hay monopolio u oligopolio que haya terminado siendo altamente perjudicial sin que, con apoyo del Estado, se haya obligado a consumir lo que producía o comercializaba ese monopolio u oligopolio. Esta nociva alianza de Estado y mercantilistas, en el nefasto periodo 1968-1990, estuvo a punto de destruir a nuestro país: aranceles y subsidios irracionales, tipos de cambio enrevesados, tasas de interés antojadizas, prohibiciones de importación, derechos exclusivos de comercialización en desmedro de la competencia, barreras ilegítimas para el desarrollo de una actividad económica, fijación de precios desde la torre de marfil estatal, etc.

Dos sucesos acaecidos en los últimos días nos muestran cuán lejos estamos de consolidar una cultura industrial y comercial de progreso y desarrollo: la fusión de dos grandes cadenas farmacéuticas y la “huelga” de los productores de papa peruana. En el primer caso, en vez preocuparnos de que las condiciones de libre mercado se sostengan —eso es lo que correspondería— se pretende prohibir por la fuerza esa fusión, que no es otra cosa que expresión voluntaria de las partes. Desde el Estado (políticos) y desde el sector privado (mercantilistas) pretenden someter a los ciudadanos para, “por su bien”, interferir en sus decisiones de intercambio voluntario. El hecho de que un actor económico cubra una gran parte del mercado no quiere decir automáticamente que eso perjudique al consumidor ni en precio, ni en calidad, ni en cantidad. Al contrario, cuando se da bajo condiciones de mercado libre, lo más probable es que todos ganemos. Tal vez “pierdan” algunos medios de comunicación porque se acaba la “guerra” publicitaria entre dos grandes corporaciones que hoy fusionan sus intereses, pero eso forma parte del mercado. No hay cosa tal como el “derecho” a la publicidad, ni privada ni estatal (¡urgente, que se apruebe la Ley Mulder para terminar con el despilfarro publicitario estatal!).

En el mundo, el caso del oligopolio Microsoft es más que elocuente. Si fuese verdad lo que pretenden los estatistas afiebrados de siempre, hoy tanto las computadoras como el software tendrían precios elevadísimos, y ha sucedido todo lo contrario. Aquí no se trata de demonios y querubines. Bill Gates fue condenado en su momento por prácticas desleales contra la competencia en ciertos aspectos de su comercialización; pero en la inmensa mayoría de sus actividades, somos los ciudadanos del mundo los que hemos recibido nada más que ventajas, ventajas y más ventajas desde su “posición de dominio”.

El segundo hecho en tierras peruanas es el caso de los productores “paperos’ y lo que los estatistas (sea que se reconozcan o no como tales) llaman “malditos comerciantes”. Hay una queja “indignada” en referencia al bajo precio del costal de papa en su punto de origen, en comparación al alto precio de ese mismo producto ofrecido al ciudadano en paraditas, mercados de abastos y supermercados. Se atribuye tal hecho al “maldito” comerciante (acopiador, dealer, broker, especulador, como quieran llamarlo). Del mismo modo, en su momento se pretendía atribuir a ellos —a los comerciantes “especuladores”— la inflación de los obscuros setentas y ochentas. Se dice que el “maldito” comerciante no agrega valor. ¿En serio? ¿De verdad hay quienes creen que no hay trabajo significativo para llevar los productos desde el punto de cultivo y cosecha hasta mercados y supermercados? ¿Teletransportación? Si fuera cierto, los propios productores podrían llevar sus productos hacia zonas urbanas y comercializarlos. ¿Por qué no lo hacen?

Diversas tareas y problemas componen el proceso: viaje de ida y vuelta para transporte de productos; al ser productos perecibles, hay 20% de pérdida inercial; costo de refrigeración si fuera el caso; riesgo de una demanda insuficiente, con lo que se suma pérdidas; labor continua e infatigable de estibadores que hacen la primera gran descarga de productos; larga cadena que lleva a los productos desde los distribuidores mayoristas hasta la gran red de paraditas, mercados de abastos y supermercados para su puesta a disposición de consumidores y adquisición final; y un largo etcétera. Así, el precio que se proyecta en el punto de acopio debe considerar una infinidad de variantes. Una complejidad cuyas cifras nunca son definitivas, pues se van ajustando en forma dinámica al enfrentar a otros acopiadores, fenómenos naturales, reducción de la capacidad adquisitiva de consumidores, mejoras en los productos substitutos, etc.

Si fuera cierto que el acopiador “explota” al campesino productor de papas, si esa reducción de precio en chacra fuese un ardid desde su “posición de dominio”, entonces el precio final al público se mantendría como en 2017, y no es así. Se refleja claramente —basta ver precios finales— en paraditas, mercados de abastos y supermercados, donde el precio de la papa alcanza mínimos históricos. En un mercado libre, el precio refleja la abundancia o escasez de los productos. Un Estado que “ayuda” (con dinero ajeno) a quienes no supieron gestionar una posible sobreproducción, es un antecedente peligroso. Con los mismos falsos argumentos otros productores reclamarían al Estado, con igual “derecho”, tales subsidios. Cuidado.

 

Darío Enríquez
07 de febrero del 2018

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