Darío Enríquez

El comercio en la historia humana

El comercio en la historia humana
Darío Enríquez
26 de abril del 2017

El intercambio voluntario fue un paso civilizatorio gigantesco

La civilización humana no surgió de pronto y se instaló en los territorios que hoy ocupa en forma automática y sin mayor esfuerzo. Tampoco es producto exclusivo de la gran revolución tecnológica —en verdad, sucesivas revoluciones e innumerables puntos de quiebre— que en los últimos trescientos años de nuestra historia nos ha permitido alcanzar las cotas de desarrollo material e inédito bienestar de que gozamos.

Identificamos hoy a la civilización occidental judeocristiana como la cultura humana hegemónica de la globalización, en tensión dinámica permanente con otras que —aunque diversas, opuestas y hasta antagónicas— son subsidiarias de aquella en el contexto del siglo XXI. Esas otras culturas influyeron, concurrieron y hasta sometieron en siglos pasados a la dominante de hoy. Brillantes antiguas civilizaciones, que pudieron seguir desarrollándose por su cuenta y llegar quizás a un desarrollo como el de hoy, sucumbieron en medio de sus propias contradicciones, decadencias, guerras intestinas o conquistas exteriores.

Aunque estas civilizaciones aparecen, crecen, florecen y decaen como sugiere un cierto organicismo aplicado a las sociedades (Spengler 1935), en verdad postulamos una suerte de decantamiento permanente, azaroso, impredecible pero ineludible en el transcurso del tiempo, en la línea de lo que en cada espacio-tiempo podemos identificar como la cultura hegemónica. Esto que se hacía a una escala regional, y que resultaba poco evidente entre espacios remotos y transcontinentales en siglos anteriores a Marco Polo y Cristóbal Colón, se intensifica con el proceso de globalización que se inicia emblemáticamente con esos dos y otros exploradores de “nuevos mundos”.

El choque de civilizaciones que propone Huntington (1996) parte probablemente de la incomprensión de este fenómeno de convergencia dinámica, paradójica y conflictiva, pero convergencia al fin. Aunque el camino que describe la historia no sea necesariamente lineal, evidente ni predeterminado, la tendencia que se observa desde los principios de la civilización hasta hoy apunta a elementos comunes que se van consolidando en forma asimétrica, pero segura, en unas y otras culturas. Uno de aquellos —quizás el más importante en términos materiales— es el comercio.

Desde que dos cavernícolas decidieron intercambiar objetos que cada quien poseía, haciéndolo en forma voluntaria, en vez de tomarlos sin consentimiento del propietario —en forma violenta o subrepticia— como se acostumbraba hasta ese momento, cambió la historia. Sin duda un momento estelar para la humanidad, tanto o más gigantesco que la caminata lunar, aunque no conozcamos la identidad de sus protagonistas. La confirmación posterior de que la propagación de estas prácticas beneficiaba a todos, elevando el nivel de vida de individuos, familias y comunidades, definió al comercio como fundamento de la civilización, la más noble de las actividades humanas como lo indica Escohotado (2013).

Las primeras ciudades que dan impulso al proceso civilizatorio surgen en medio de una febril actividad comercial que retroalimenta positivamente su crecimiento y desarrollo. Pese a todas las vicisitudes, conflictos y catástrofes que han afectado los intercambios comerciales en la historia, incluso si el ejercicio del comercio o su prohibición estaban en el centro de esos problemas, todo apunta a la confirmación del comercio en clave civilizadora.

Con todos sus problemas, la imparable globalización del siglo XXI tiene al comercio como elemento central. Ni crecimiento ni desarrollo ni prosperidad son posibles en el mundo de hoy sin abrirse a un comercio mientras más libre más benéfico. Los hechos son irrefutables, y los países que los entendieron prosperan. Los que siguen aferrados a la economía-ficción —que niega los beneficios del comercio y tratan de controlarlo, direccionarlo y parametrarlo en contra de su curso legítimo, natural y espontáneo—, más temprano que tarde fracasan y someten a sus ciudadanos a escasez, carestía y hambruna. En busca de un culpable para el fracaso “imposible” de su mesiánica providencia, señalarán al especulador, al acaparador, al “maldito bodeguero”.

Obviamente no se trata de una regla matemática. Muchas veces ciertos controles pueden parecer benéficos, y de hecho suelen serlo en el corto plazo. Pero solo son sostenibles si su objetivo es empujar hacia un nuevo equilibrio, en el que haya más libertad de comercio; siempre en términos relativos, por supuesto. La regla práctica de Fred Kofman (2013) aplicable a la evaluación de políticas económicas bajo el aserto “¿tenemos más o menos libertad?” es clave, entonces, para obtener el mayor beneficio desde el comercio para el desarrollo de los pueblos.

El intercambio comercial libre y voluntario abona por extensión a favor del libre y voluntario intercambio social, a la aceptación voluntaria del otro o, en su defecto, a la tolerancia de unos y otros, sobre la base del principio de coexistencia pacífica. Si se fuerzan intercambios y voluntades con violencia, se quiebra el principio del intercambio voluntario y se lesiona el proceso civilizatorio.

Darío Enríquez

Darío Enríquez
26 de abril del 2017

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