Octavio Vinces

El agobio de los elegidos

El agobio de los elegidos
Octavio Vinces
24 de junio del 2014

Héroes o ídolos del fútbol, depende donde se nace

Es cierto que la eliminación de la selección española en la primera ronda del Mundial Brasil 2014 generó sorpresa y decepción. Sobre todo por esa imagen desestructurada y carente de motivación de la vigente campeona del mundo, que hizo ver al estético combinado holandés como un equipo de otra galaxia y hasta al correoso equipo chileno como una selección de primera línea (dicho esto sin desmerecer los evidentes progresos del grupo de Sampaoli). Sin embargo, más debería sorprendernos que nadie parezca reparar en que la eliminación de la Furia Española no hizo más que confirmar las estadísticas de los últimos siete Mundiales de fútbol, en los que tres de las cuatro selecciones europeas que lograron el campeonato fueron eliminadas en las primeras instancias del torneo siguiente (Italia en octavos de final de México 1986, Francia en la primera fase de Corea-Japón 2002, y nuevamente Italia en la primera fase de Suráfrica 2010). Únicamente Alemania, en Estados Unidos 1994, fue la excepción de esta tendencia europea (como en tantas otras cosas, imposible no pensarlo).

En contraposición a las penosas presentaciones de estos campeones europeos, durante ese mismo periodo las tres selecciones suramericanas que obtuvieron el título de campeón del mundo (Argentina en México 1986 y Brasil en Estados Unidos 1994 y Corea-Japón 2002) no sólo superaron la primera ronda y los octavos de final del siguiente torneo, sino que incluso llegaron a disputar el encuentro final en dos ocasiones (Argentina en Italia 1990 y Brasil en Francia 1998).

Puestos a especular, sería fácil achacar la culpa de este desempeño desigual al desgaste físico y emocional al que son sometidos los futbolistas de élite en los clubes europeos, con torneos nacionales y continentales altamente competitivos y calendarios muy estrechos. Pero esta aparente obviedad pierde sentido cuando tomamos en consideración que los futbolistas argentinos y brasileños son, por regla general, estrellas de esos mismos clubes y torneos. Acaso deberíamos preguntarnos si no existe alguna causa extradeportiva para estos ya reiterados descalabros europeos.

Los países suramericanos perciben los triunfos de sus selecciones de fútbol como poderosos incentivos para la autoestima y el orgullo patriótico. No es extraño entonces que la obtención de una Copa del Mundo constituya una verdadera hazaña y un logro nacional máximo (de manera preminente para uruguayos, argentinos y brasileños, por haber sido los únicos en conseguirlo). Por todo esto, el fútbol en Suramérica sirve no sólo como un vehículo para evadirse de la extrema pobreza y de la exclusión social, sino también como vía para alcanzar una gloria y un prestigio que en algunos casos puede tornarse en indestructible. El caso de Diego Armando Maradona es emblemático en ese sentido. Celebre por la variedad de desmanes e inconductas protagonizadas a lo largo de los años, el popular «10» argentino —reconvertido en seleccionador nacional y ahora en perturbado comentarista de un medio televisivo chavista—, sigue siendo una especie de ídolo intocable e indiscutible para sus connacionales, en una amplia mayoría dispuestos a perdonarle todo.

En las sociedades europeas, donde la clase media impera estadística e ideológicamente y la satisfacción de las condiciones básicas para el bienestar (incluyendo la salud y la educación) es considerada como un derecho ciudadano, el convertirse en jugador de fútbol profesional cumpliría una función diametralmente distinta: la de la realización personal dentro de una actividad que resulta gratificante. Un futbolista europeo no aspira, por lo tanto, a ser un héroe nacional, lo cual se dificultaría además por la confusión con que el concepto de Nación se viene manejando en medio del auge de los nacionalismos regionales y la ambigua valoración del aporte de los inmigrantes en sus sociedades. Un futbolista europeo puede a lo sumo aspirar a adquirir la condición de «ídolo pop» dentro de unas sociedades cuyas carencias pasadas fueron superadas. «En la España de hoy cualquiera puede soñar con ser Michael Jackson, aunque haya nacido en Oviedo», declaró alguna vez, en los años ochenta, un presuntuoso ícono de la movida madrileña.

El estatus de héroe nacional se valora más que la vida misma, y se busca mantener con el afán y el valor de quien es consciente de estar defendiendo el orgullo de su patria. Por eso Diego Armando Maradona jugó infiltrado contra los brasileños en los cuartos de final del Mundial de Italia 1990, y dos fechas más tarde lloró amargamente cuando los alemanes les arrebataron a los argentinos la posibilidad de convertirse en tricampeones del mundo. Los «ídolos pop», en cambio, tienen licencia para agobiarse con la monotonía de una existencia ideal y carente de emociones, para sentirse tentados por la depresión y la volubilidad, o para experimentar la insoportable levedad del ser, al igual que Emma Bovary o Ana Karenina, dos de sus más notables antecedentes literarios.

Por Octavio Vinces

Octavio Vinces
24 de junio del 2014

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