Rocío Valverde

Despedida infinita

El sueño es más misericordioso que la pálida realidad

Despedida infinita
Rocío Valverde
03 de julio del 2017

El sueño es más misericordioso que la pálida realidad

El claxon indicaba que estaba tarde una vez más. “Mamita, tienes las manos frías”, me decía mi abuelo mientras me frotaba las manos con sus guantes de cuero y soplaba su aliento en ellas. La señora Jarama y el motor del coche esperaban pacientemente a que mi abuelo termine el ritual mañanero. Luego, como por arte de magia, aparecía un nuevo sol en mis manos. “Toma, lleva, lleva”, me decía Beli mientras me subía a la camioneta gris.

Y yo iba a toda prisa, con la corbata roja en las manos y con los botones de la blusa apenas abrochados. Sabía que me había olvidado el cuaderno de control, pero ya no podía volver. La manguera con la que mi abuelo había estado regando el jardín comenzaba a formar charcos en la vereda. Mi perro, Charly, observaba la escena echado sobre las gradas de la entrada principal. Sus ojitos avellanos vigilaban los pasos de mi abuelo. “Que no se caiga y que no se enrede con la manguera”, parecía decir con sus orejas inclinadas hacia adelante.

El Parkinson había acortado los pasos de mi abuelo, los había hecho más escasos y más pegados al suelo, como arrastrando la carga de sus años. La camioneta gris se alejaba del jardín de ladrillos rojos, y los brazos de mi abuelo se agitaban contra el viento regalándome un adiós. Veía su cabecita blanca alejarse cada vez más hasta que giramos hacia la avenida, y con este giró desperté. Había vuelto a soñar con mi abuelo Belisario.

Mi abuelo falleció en diciembre del 2009. Recuerdo exactamente cómo recibí la noticia, el lugar y las baldosas exactas en las que me eché a llorar. Esas baldosas negras y blancas a las que miré por horas hasta que vi cómo se formaban figuras y caras en ellas. Un hombre con sombrero de copa, una paloma, un teléfono y una taza de café. Esa noche cogí el último autobús hacia el País Vasco.

Aquella noche, en su profunda negrura y silencio, escuché una canción sonar dentro de mí. Mis auriculares no estaban conectados, mi móvil estaba apagado, no podía sentir ni mi respiración, pero la melodía de cuna continuaba tocando. Pensé que estaba perdiendo la cabeza. ¿Era esto parte del proceso de duelo? Era la primera vez que perdía a alguien tan cercano.

El mismo sueño en el que me despido de mi abuelo para irme al colegio se repite cada cierto tiempo. Ni la señora Jarama, ni mi abuelo ni mi perro pertenecen ya a este mundo. No he asistido al funeral de ninguno pues, siempre he estado lejos.

Cada vez que cuento esto me dicen que tengo que ir a visitarlos al cementerio. Que tengo que rezar por ellos, prender unas velitas misioneras por sus almas, que tengo que lidiar con asuntos inconclusos o simplemente que debo tratar mi ansiedad.

Los motivos los exploraré con mi almohada. Por ahora quiero creer que el reino de los sueños habitan las memorias a las que me aferro. El sueño es más misericordioso que la pálida realidad, pues la noche que carga con todo nuestro pesar me brinda la oportunidad de despedirme infinitamente de aquellos que se fueron.

 

Rocío Valverde

Rocío Valverde
03 de julio del 2017

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