Rocío Valverde

Cuando mi compañero de piso era un psicópata

Cuando mi compañero de piso era un psicópata
Rocío Valverde
17 de octubre del 2016

Ocurre en la vida real, no solo en las películas de Hitchcock

A veces pienso en lo que me ha tocado vivir y ni yo misma lo creo. Es importante que los mochileros que van de puerto en puerto, o los estudiantes que van a estudiar al extranjero, no se dejen deslumbrar por el impacto de vivir una cultura nueva y vean más allá de la realidad de las fotos que se publican en la plataforma social del momento. Hoy más que nunca, no todo lo que brilla es oro.

En el 2014 me mudé a la ciudad de Birmingham y compartí una casa con dos estudiantes británicos y una pareja de vietnamitas por siete meses; hasta que la suciedad en la cocina, las fiestas de todas las noches, las peleas de los esposos a las cuatro de la mañana y el golpeteo constante de las tuberías de la calefacción se hicieron insoportables. Decidí darle un ultimátum al dueño y luego de unos días me marché.

Me mudé a la siguiente calle, a una casa donde vivían cuatro personas. El arrendador me dijo que había dos estudiantes, un ingeniero, un vendedor y un chico que se había quedado desempleado hacía muy poco. Fui a ver mi minúscula habitación y confirmé que mi nueva caja de zapatos era habitable así que luego de mostrar mi pasaporte y pagar la garantía me mudé.

La primera noche fue genial porque había mucho silencio, podía estudiar sin tener que soportar borrachos estudiantes abriendo la puerta de mi habitación. Al día siguiente, luego de llegar de clases, vi a un chico muy pálido cuya delgadez no podía disimular aún usando ropa del triple de su talla. Como buena compañera de piso lo saludé y le dije que era la nueva que se había mudado. El pálido tan solo asintió varias veces y se fue al jardín. No me pareció raro, pues he conocido británicos muy suyos, muy reservados.

Me dirigí a mi habitación y desde la ventana escuché como ese pálido hombre pelaba su capa de timidez y discutía fuertemente con alguien en el teléfono, mientras golpeaba un saco de boxeo: "¿Me quieres probar, no? ¿Quieres probar mi paciencia? ¿Crees que no lo haré? Jódete. No soy ningún débil, jódete". Sólo pensé que menudo carácter guardaba esa demacrada complexión, mientras me disponía a guardar mis maletas vacías debajo de la cama. Había algo que no dejaba deslizar las maletas: un cuchillo de carnicero. Me pareció rarísimo, pero pensé que ese cuchillo debía de habérselo olvidado el anterior inquilino y punto.

Esa misma semana me fui de viaje a Ámsterdam y olvidé el asunto. Cuando regresé el chico polaco que vivía en la habitación contigua se encontraba fumando en la cocina. Podía ver que estaba extremadamente nervioso. Entonces se acercó a la escalera y me hizo señas para que siguiera hablando. En ese momento, luego de comprobar que no había nadie husmeando, cerró la puerta de la cocina y me dijo que había ido a la policía porque el paliducho lo había amenazado con apuñalarlo, tras patear la puerta de su habitación. Todo esto porque la alarma del polaco sonó a las tres de la mañana, cuando "el pálido" estaba durmiendo. Debo aclarar que lo llamábamos el pálido porque nadie sabía su nombre; nunca había recibido una carta, no tenía amigos y no se le conocía familia alguna.

Entonces le dije al polaco que quizás estaba de mal humor porque lo había escuchado discutir con alguien por teléfono antes de marcharme. El polaco rió y me dijo que no había nadie al otro lado de la línea: "Rocío, el habla solo. Es esquizofrénico y no toma medicación". Durante la siguiente semana viví en mi habitación, pues había aprendido —como el resto de mis compañeros de piso— a comer comida fría para evitar ir a la cocina, por si el pálido estaba ocultándose en el jardín. Y también a dormir en casa de otras personas durante el fin de semana. Seguí con esa rutina por un mes, mientras el tiempo transcurría sin incidentes mayores; solo un par de gritos, lisuras por aquí y por allá y punto. Así que un buen sábado de antojos decidí hacer alfajores y el pastel de manzanas del libro Nicolini.

Mientras estaba preparando la masa del pastel de manzana sentí unos pasos y vi una sombra negra pasar por mis espaldas y dirigirse al jardín. El pálido estaba fumando marihuana. Yo seguí cocinando, pues si algo he aprendido es que nunca se debe mostrar miedo; aunque sientas cómo el corazón se te encoje. El pálido entonces se me acercó y me dijo que yo le transmitía mucha paz. Le dije que me consideraba una persona muy calmada. Obviamente mentía para podérmelo creer yo misma, pues por dentro ya había tenido tres mini infartos en ese minuto de conversación. Me dijo que parecía católica, y le dije que yo era budista, aunque había sido criada como cristiana.

En ese momento la caja de pandora se abrió. Me dijo que había leído mucho sobre la reencarnación y que todos los días leía la Biblia. Que el diablo lo estaba tentando todo el tiempo a hacer cosas malas, muy malas. Que sabía que Dios lo estaba poniendo a prueba con todo lo que le había ocurrido en su vida. Que su esposa había fallecido en un accidente de tráfico hace unos años y que le habían quitado la custodia de su hija. La abuela tenía a la niña en su casa y le había prohibido al pálido verla hasta que busque ayuda en Cristo. Y que había perdido su trabajo hace un año porque un compañero suyo le había sembrado dinero de la empresa en la maleta. Oí todo esto sin inmutarme. Es más, le dije que lo entendía perfectamente. Que la vida pone pruebas y, gracias a esas clases de comunión a las que fui, le recité algunos versículos de la Biblia. Me dijo que gracias por entenderlo y no pensar que estaba loco.

En ese preciso instante el pálido decidió que me podía contar todo. Me dijo que él hablaba con Dios en sueños y que Dios le había contado secretos del universo y del cuerpo humano que no me podía revelar a mí, porque Dios le había dicho que el tiempo no era el apropiado. Y que además un ángel de fuego se le había acercado a su hija a la salida del colegio y le había mostrado su corazón en llamas diciéndole: "Tu padre va a ser un boxeador profesional". El pálido enloqueció de alegría y me dijo: "¡Estoy esperando ese milagro! Porque a mi edad sería un milagro convertirme en boxeador profesional, pero el ángel lo dijo. Mi hija y mi madre rezan todos los días para que el ángel vuelva a aparecer. Estoy destinado a ser el cordero de salvación, por ello mi madre me llamó Isaac".

Yo seguía con mi cara de póker, sonriendo de vez en cuando y asintiendo. Mi pastel de manzanas se seguía horneando. En ese momento me preguntó que de dónde era y le dije que de Perú. El pálido se echó a reír y me dijo que yo era una señal. Que en Perú hay mucha energía milenaria y que de Machu Picchu saldrían los ángeles de fuego el día del juicio final. Me dijo además que tenía yo la energía de una chica con la que él “no se había portado muy bien” y que casi me parecía a ella. Esta era su oportunidad de redimirse.

Si en algún momento dudé que el pálido estuviera como una cabra ese fue el momento en el que todo encajó y me di cuenta de que esa conversación, que se extendía por ya cuatro horas, no terminaría bien. Seguí hablando sobre los incas y los mayas para distraerlo, mientras sacaba el pastel del horno. Solo esperaba un minuto de distracción para llamar a alguien. En ese momento llegó el polaco y lo invité a pasar a la cocina a comer alfajores. En esta historia yo soy Judas. Mientras los dos comían en silencio cogí el móvil y llamé a mi novio.

Mi novio llegó a los treinta minutos y nos fuimos a mi habitación. Tras cerrar la puerta las piernas no me respondían y no me salía palabra alguna. En ese preciso momento el pálido comenzó a romper las macetas del jardín, a tirar unos palos y a gritar: ¡Lo voy a matar! ¿Crees que no lo haré? ¡Jódete Dios estoy harto de tus juegos! Eso fue lo último que escuché de él pues esa misma tarde luego de que el pálido volviera a su habitación hui de ese lugar abandonando absolutamente todo.

Aprendí mucho de esta experiencia tremendamente perturbadora. Primero, que esto ocurre en la vida real y no solo en las películas de Hitchcock . Segundo, que una persona con una enfermedad mental y sin medicación es un asunto extremadamente serio. Tercero, que tu vida vale más que perder tu garantía, sin importar la cantidad que hayas pagado. Cuarto, que nunca se debe hablar de religión con nadie, porque no sabes qué dirección puede tomar. Quinto, y con un tono más serio, que si eres un estudiante no tengas vergüenza de pedir ayuda, contacta a tu tutor o a la junta de estudiantes porque te pueden orientar en la dirección correcta, por más increíbles que sean tu problemas. ¿Quién iba a pensar que la chica que sonreía en todas las fotos al llegar a casa tenía el número de la policía ya marcado en el teléfono?

Rocío Valverde

 
Rocío Valverde
17 de octubre del 2016

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