Darío Enríquez

¿Cuál es la agenda en tiempos de reconstrucción?

¿Cuál es la agenda en tiempos de reconstrucción?
Darío Enríquez
29 de marzo del 2017

Después de la catástrofe natural viene el gran reto nacional

Lo primero es tener claro que estamos enfrentando una catástrofe natural que está en esta parte del mundo desde siempre; al menos desde la configuración continental que conocemos y desde que el ser humano primitivo se hubo instalado en estas tierras. Muchas civilizaciones que florecieron en nuestra faja costera desértica desaparecieron —todo lo indica— por el efecto combinado de terremotos, inundaciones y sequías. Caral, Paracas, Moche y otras muestran hoy apenas una parte de su esplendor, con vestigios de culturas que lograron dominar temporalmente a la naturaleza, pero que sucumbieron inevitablemente a ella. No es casualidad que la civilización haya surgido en la costa desértica, pero luego se haya trasladado a las alturas andinas. Preferían las difíciles condiciones andinas a los azotes periódicos de la naturaleza costera.

Hablar del cambio climático, antes calentamiento global, no tiene mayor asidero y es mejor que dejemos de lado esas extraviadas pretensiones seudocientíficas. Al Gore, el “pontífice” del calentamiento global antropogénico, había dicho que hacia el 2016 la desertificación sería inclemente en la faja costera sudamericana. Ni merece comentar más las predicciones de alguien que articuló un timo tan grande a escala planetaria, y que aún no ha mostrado ni un asomo mínimo arrepentimiento.

Volvamos a lo nuestro. La faja costera sufre todos los años problemas menores focalizados generalmente en el norte del país o en el llamado sur chico. Más o menos cada ocho o diez años acontecen problemas a escala regional, lluvias torrenciales en algunas zonas y sequías en otras, alcanzando hasta las costas de Chile. Con un ciclo de quince a veinte años, tenemos lo que suele llamarse un “Niño severo”, y en períodos más largos (tenemos registrados 1868, 1925 y ahora 2017) la conjunción de varios de estos fenómenos implica una catástrofe de grandes proporciones. Hoy le llaman “Niño costero”. A esto debemos agregar movimientos sísmicos que sacuden con mayor frecuencia la faja costera desértica de Perú y Chile. Nuestra costa alberga el 55% de la población nacional y las mayores aglomeraciones urbanas e industriales se encuentran allí: Lima-Callao con 10 millones de habitantes; Trujillo con 900,000; Chiclayo-Lambayeque con 750,000; Piura-Sullana con 650,000; Chimbote con 400,000; Tacna con 300,000; Ica con 250,000, etc.

En tanto evento incontrolable, esta conjunción de catástrofes naturales, que aún no termina, vale la pena revisar algunos temas. El primero es el bajo nivel de “securización” de nuestra sociedad. Es probable que ni el 25% de todos los daños producidos estén cubiertos total o parcialmente por seguros privados que protejan locales industriales, comerciales, casas, vehículos automotores, autos, mercadería e incluso personas. Si hablamos solo de viviendas familiares y personas, ese porcentaje cae a niveles cercanos a cero. Hay todo un trabajo por hacer, liderado por un Estado que acompañe el proceso de “securización”. Debe estimularse un mercado masivo de seguros para proteger pequeñas propiedades y personas, con coberturas a eventos como los que vivimos en este momento; y apelando incluso a la intervención del Estado sobre la base del principio subsidiario, si ello fuera necesario.

El segundo tema que emerge es el rol que juegan los gobiernos locales, regionales y nacional, tanto en la prevención como la mitigación y el control de daños. No existen protocolos preestablecidos. En el camino y sobre la marcha se han formado comités, coordinadoras, mesas de acción, etc. El manejo de presupuestos asignados a estas labores es caótico y ha sido pasto de la corrupción, de allí la ineficacia manifiesta de las promocionadas e inexistentes medidas de protección para el “Niño 2016”, que fue pronosticado pero nunca llegó. No es fácil incorporar a nuestra cultura la necesidad de prevenir cuando muchos aún vive un penoso día a día, y el cortísimo plazo impera a lo largo y ancho de nuestros estratos socioeconómicos. Debemos hacerlo. La gravedad de los hechos que vivimos debe usarse positivamente para arraigar una nueva cultura de la prevención que hoy es precaria, cuando no inexistente.

Finalmente, se abre un tercer tema que nos lleva a la ocupación y el uso de tierras propicias para la urbanización. La invasión de terrenos, práctica al borde de la legalidad cuando no abiertamente ilegal, ha definido el 80% de las grandes ciudades peruanas. La ocupación de terrenos poco recomendables para su uso urbano —por ser de difícil habilitación material, expuestos a impacto sísmico extremo, por encontrarse en quebradas vulnerables a huaicos o a la orilla de ríos que sufren desbordes y erosión con cierta periodicidad— se ha amplificado con labores cuestionables y hoy completamente contraproducentes. Se “gana” espacio a los ríos con el “relleno” de sus orillas, estrechando el cauce sin el dragado correspondiente del fondo ni la calidad requerida para ese “relleno”, menos la necesaria canalización en algunos casos.

Estas prácticas alimentadas por la falta de escrúpulos y el lucro ilegítimo, son propias tanto de traficantes informales de terrenos como de grandes empresas inmobiliarias que han encontrado en este “negocio” una fuente enorme de pingües ganancias; con la complicidad de autoridades municipales, con las que festinan trámites fraudulentos y corruptos de habilitación urbana. Esta es la labor más importante a realizar en el proceso de reconstrucción. Ha llegado el momento de enfrentar estos retos y tenemos la impresión de que no contamos en el actual gobierno —necesario conductor centralizado— con las calidades profesionales, emocionales y éticas necesarias para llevar adelante esta reconstrucción.

Darío Enríquez

Darío Enríquez
29 de marzo del 2017

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