Octavio Vinces

Cosas que uno escucha sin querer

Cosas que uno escucha sin querer
Octavio Vinces
22 de julio del 2014

Sobre la cultura de la corrupción en el “socialismo del siglo XXI”

Almorzaba con alguien más en un conocido restaurante de Lima. La mesa al lado de la nuestra no permaneció desocupada por demasiado tiempo. Un mesero condujo hacia ella a un grupo conformado por una mujer y tres hombres. La mujer era joven, delgada y bastante atractiva. Su físico y atuendo denotaban el brillo propio de las mujeres que se cuidan a sí mismas con esmero. Uno de los hombres era muy alto, aunque lucía mayor y desgarbado. Llevaba el cabello crecido y desordenado, y el contraste que esto producía frente a la elegancia de la mujer sin duda subrayaba su aspecto desaliñado. Los otros dos hombres eran macizos y achaparrados y llevaban marciales cortes al cepillo. Se diría que sus apariencias, sorprendentemente similares, obedecían a un mismo patrón o reglamento. El hombre alto y mayor dijo algo al mesero, señalando hacia una mesa que se encontraba aislada de las otras del local. «Es muy pequeña, en esta van a estar más cómodos», insistió el mesero antes de ir en busca de las cartas del menú. Finalmente los cuatro comensales se acomodaron en la mesa: la mujer atractiva al lado del hombre mayor, y ambos enfrente de los otros dos hombres, cuyas espaldas en extremo rígidas y rectas se apoyaban sobre sus asientos con sigilo.

Al cabo de unos minutos, las órdenes habían sido tomadas y cuatro copas fueron servidas con un Malbec escogido por el hombre mayor. Ya era notorio que la mujer atractiva hablaba con acento marcadamente caraqueño. Mientras comenzaban a llegar los platos a la mesa y el vino era bebido, los dos hombres parecidos entre sí fueron adoptando una actitud más distendida, incluso llegaron a soltar alguna que otra tímida carcajada. Estaban en aquel restaurante porque el hombre mayor —un empresario peruano con expectativas de expandir sus operaciones— necesitaba de sus buenos oficios, no cabía duda de eso. Tenía en vista un gran negocio con un ente público venezolano y en el pasado cercano había tomado contacto con uno de sus funcionarios claves, quien le había prometido un resultado positivo a cambio de un porcentaje. Sobre la base de la confianza que le había despertado aquel funcionario bolivariano había realizado varios gastos, entre los que se contaban los costosos regalos que había hecho al propio funcionario. Pero el negocio no se había concretado. Con notoria frustración, el empresario peruano habló de unas corbatas napolitanas de 300 euros y de un maletín de mil ochocientos dólares. No dudaba en ser explícito, tal vez era una forma de incentivar la ambición de sus interlocutores, quienes no paraban de dar curso a sus apetitosos platos. Los dos hombres parecían gemelos.

De pronto uno de los gemelos habló. Su hablar era parco y severo, combinaba perfectamente con su corte de cabello. Se refirió a un tal Juan. Estaba seguro de que Juan iba a ser la clave para que el negocio que tenía en miras el empresario fuera una realidad. La guapa venezolana lo miraba con indiferencia, acaso con incredulidad, en eso también contrastaba con su acompañante. El empresario sabía perfectamente quién era Juan. Sabía también que las expectativas que Juan había tenido de hacer excelentes negocios en el Perú se habían visto frustradas, pese al financiamiento que por años había brindado y a quienes se lo había brindado. «Los políticos son así, mal agradecidos», sentenció el empresario a manera de explicación. Pero eso no importaba. Lo importante eran los contactos que Juan tenía en Venezuela. Definitivamente Juan podía ser clave para que el negocio se concretara.

Cuando salí de aquel restaurante y me despedí de la persona con quien había almorzado, no pude dejar de recordar una escena que se ha tornado extremadamente típica en la Caracas de hoy en día: la de comensales que pretenden «cuadrar negocios», mientras beben whisky en almuerzos que se prolongan por toda la tarde. Imaginé que el tal Juan bien podría ser uno de esos comensales que buscan un resultado u ofrecen facilitar su obtención. Cuando una cultura de corrupción se implanta en una sociedad, personajes como Juan pululan sin importar lo incierta que sea su capacidad real para cumplir con lo que ofrecen. Porque siempre habrá gente dispuesta a apostar por sus buenos oficios o los de quienes pudieran acercarles a ellos, como los gemelos de la mesa vecina. El riesgo de perder tiempo y dinero es inmenso —de hecho es lo que casi siempre sucede—, pero las ganancias de quien logre obtener el resultado deseado serán inconmensurables, pues estarán vinculadas a un poder que se convertirá en el socio perfecto.

Mientras me bebía un café, antes de regresar a mi oficina, me percaté de que la implantación de una cultura de la corrupción —en la que las expectativas de ganancia son altísimas, a pesar de la proliferación de intermediadores de dudosa eficacia, de la información incierta y de que casi todos terminan perdiendo— ha sido una de las fortalezas de la autocracia implantada por el llamado «socialismo del siglo XXI». Con el «socialismo del siglo XXI» los que ganan son muy pocos, pero se llevan todo.

Por Octavio Vinces

Octavio Vinces
22 de julio del 2014

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