Mario Saldaña

Corrupción: vivos y muertos

Corrupción: vivos y muertos
Mario Saldaña
20 de octubre del 2016

Burocratismo y sobrerregulacion entre las causas del problema

El lunes pasado —ante la onda expansiva del caso Moreno y las acusaciones de cobro de cupos en la pasada campaña parlamentaria de PPK— el Presidente de la República tuvo el buen tino de salir a cortar por lo sano y a formular varios anuncios sobre la lucha contra la corrupción. Una de las primeras medidas acaba de concretarse en el Consejo de Ministros, a través del proyecto de ley que decreta la denominada “muerte civil” para todo funcionario sentenciado por casos de corrupción. Así, el Gobierno mantiene la iniciativa, y la mayoría congresal, como no podía ser de otra manera, ha adelantado su respaldo. Una muy buena señal. Sin embargo, el tema acá, parafraseando a los abuelos, no son los muertos sino los “vivos”.

Los actos de corrupción suponen la existencia de una autoridad proclive a este tipo de conductas; y de un corruptor, que puede ser una persona o una empresa. En otras palabras, se trata de decisiones que tienen carácter individual y específico. Pero no es menos cierto que tanto el entorno (por ejemplo, la mayor o menor tolerancia hacia la corrupción en el país) como las características en las que se desarrolla la actividad estatal, la prestación de los servicios públicos (sobre todo los básicos) y los términos de la interacción entre funcionarios y personas o entes privados, determinan la existencia o generalización de las prácticas corruptas.

¿A qué voy? No hay mejores condiciones para la existencia de una corrupción sistémica, consolidada, sofisticada y vigorosa que en aquel Estado donde la prestación de los principales servicios públicos está en niveles deplorables. Donde el exceso de burocratismo agobia a personas y empresas de todos los niveles y tamaños, donde la sobrerregulación parece hecha para obstaculizar la iniciativa individual hasta matarla de cansancio, donde la maraña de normas y disposiciones crean un panorama de opacidad y confusión antes que de transparencia, donde el sentido común no existe porque las competencias entre entidades se traslapan o duplican, etc. Ese es el estado perfecto de cosas para que los “gorgojos” de todo tipo hagan su agosto.

En el caso puntual de los servicios públicos básicos (salud, educación, seguridad y hasta justicia), desde hace varios años —y ante el fracaso de las políticas públicas para revertir la deplorable situación en que se encuentran—, autoridades y privados desesperados decidimos buscar en la tercerización una alternativa menos mala. Un grueso sector de la izquierda y los enemigos declarados del modelo económico lo llamaron sibilinamente “la privatización de los servicios públicos”. Y claro, vemos casos de corrupción asociados a este tipo de mecanismos e inmediatamente suenan las campanas sancionadoras señalando “una muestra más del fracaso del modelo neoliberal” y etc, etc.

Nada más falso. Ni los servicios han sido privatizados ni todo privado que brinda un servicio es digno de elogio. Así como no es verdad que la corrupción sea privativa del estatal o del privado, o responsable de la buena o mala calidad de tal o cual prestación. Sin embargo, entendamos que un paso decisivo en la lucha contra la corrupción es la propia reforma del Estado que revolucione el entorno antes descrito con el objetivo de que el ciudadano (en especial el contribuyente) vea que el aparato público es capaz de darle lo mínimo indispensable en calidad y cantidad, con menos “muertos civiles” y menos “vivos” que lo alienten a pensar que sin corrupción no hay paraíso.

 

Mario Saldaña C.

@msaldanac

 
Mario Saldaña
20 de octubre del 2016

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