Manuel Gago

Combativo Mauro Rosas

Un alegato por la libertad y la democracia

Combativo Mauro Rosas
Manuel Gago
02 de octubre del 2017

Antes del ocaso de Juan Velasco, el general del “septenato”, el locutor Mauro Rosas fue detenido cuando la primera fase del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas tenía al país por el pescuezo. Por entonces, la orden era clara: los noticieros de radio debían ser grabados y prohibidos los comunicados políticos.

A Mauro Rosas —testarudo y atrapado por las ganas— se le ocurrió confrontar la directiva de los generales de la revolución. En su sintonizado programa “Rocío musical” leyó un comunicado de los sindicatos llamando a una protesta callejera. El comunicado se oye en la ciudad y comandancia del Ejército. Para los que lucían muy panudos sus galones, tal desobediencia debía castigarse ejemplarmente. Y Rosas fue detenido como si se tratara de un peligrosísimo líder rebelde apertrechado. Para eso se dispone de soldados con equipos de combate. El oficial a cargo llegó hasta la cabina de locutores acompañado de un soldado empuñando su fusil. “Me agarraron con las manos en el micro. Fui escoltado como si fuera un vulgar criminal y en la comandancia me encerraron para luego llevarme donde el general”, me cuenta.   

—Desobediente, ¿no? —dice la autoridad político militar.

—¿Yo señor? —responde el locutor.

Luego de la detención, el oficial encargado vuelve a la radio para recoger la grabación de “Rocío musical”. La grabadora Akai y las cintas grabadas son trasladadas a la oficina de la secretaría para darle comodidad al militar. Uno tras otro carrete son colocados en el aparato reproductor sin oír lo que se esperaba oír. Confusión total. Cajas y cajones de armarios se abren y se cierran, cintas que se repiten, que se caen al piso, que se rompen y enredan. Mi padre está furioso. Yo pálido y asustado, tartamudeando. La secretaria ofreciendo cafecitos y cachitos calientitos para apaciguar el momento, cediéndole su asiento al oficial quien, luego del desorden y el café, se retira.

Esa tarde de euforia colectiva —de gases lacrimógenos, detenidos, golpeados, heridos y comunicados oficiales— Mauro es llevado a la cárcel. Un juez servicial con la revolución escarbó y encontró un proceso por alimentos, la coartada perfecta para castigar al locutor rebelde. Finalmente, el jefe político–militar aflojó por la insistencia de mi padre con la ayuda de otra autoridad. Por la conmoción de los acontecimientos, olvidamos que la obligación era grabar los noticieros y no los programas musicales.

Mauro Rosas, sin filiación de ninguna clase, fue liberado de la cárcel ubicada a pocos pasos de la calle Real. Libre, apoderado de una popularidad creciente y devota, decide completar su acto entregándose por entero, inmolándose por propia decisión. Maquina el gran acto de su vida: un alegato por la libertad y la democracia de manera clara y directa, sin pelos en la lengua. Y lo hará sin saco ni corbata, como vestía cuando hacía de locutor. Lucirá como los proletarios, sin distinciones de ninguna clase. 

Orondo, vuelve a la radio para completar lo que había iniciado, sin esa corbata y saco que —según él— muestran respeto por el público. Con el disco a la mitad de los surcos se despide y sale apresurado antes de que el Jeep y portatropas lo vuelva a sorprender con el micro en las manos. En grandilocuente perorata, hablando de los jinetes del apocalipsis, en alegoría correctamente articulada y expresada en vibrante entonación, desatando sus demonios y tormentos contenidos, señaló a la dictadura como la culpable de las tribulaciones nacionales. Dijo que la revolución de los militares instauró injusticias y corrupción, daños que el país cargará por mucho tiempo.

Y no se equivocó.

Manuel Gago

Manuel Gago
02 de octubre del 2017

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