Hugo Neira

Bob Dylan o la recuperación de la contracultura

Bob Dylan o la recuperación de la contracultura
Hugo Neira
17 de octubre del 2016

Dylan es los años sesenta: amenos, eróticos, frescos, ilusionados

El Nobel de Literatura otorgado a Bob Dylan ha provocado un debate que, a través de los medios de comunicación, circula por todo el planeta. En principio me parece saludable, como todo debate. Además, las canciones y música de Dylan se originan en la atmósfera del mundo de los años sesenta, de modo que toca una buena parte de mi vida y recuerdos, como las de muchos. Pero en primer lugar demos espacio a los argumentos de unos y otros. Encuentro razonable el asombro y hasta el fastidio de quienes discuten ese premio a un autor y compositor que se ha dado a conocer más bien por la música que por una obra escrita. Pero también tienen parte de razón quienes aplauden el premio a Bob Dylan. Cuentan la belleza y el atrevimiento. Y cantados o escritos, son poemas.

Pero ¿tenemos claro qué es un escritor? Sin duda Flaubert, Stendhal. De ellos proviene el método de encerrarse para escribir un relato, novela, cuento o cuento largo. Y que para ser verdaderamente un novelista, como Marcel Proust, “Longtemps, je me suis couché de bonne heure” (Durante mucho tiempo me he acostado temprano). ¿Realmente? Le Clézio, que es un Nobel, es más bien un escritor de viajes. Con Víctor Hugo la frontera de lo escrito se alarga. Poeta, novelista y panfletario. Si nos colocamos un momento en la literatura norteamericana, y acudiendo a las obras más conocidas, ¿qué hacer con Ernest Hemingway? ¿Novelista o periodista? Sin la guerra civil española y su chamba de corresponsal de guerra no hubiese nacido Por quién doblan las campanas. Cine y novela, El Halcón Maltés de Hammett está concebido para ir de frente a un estudio cinematográfico. Y en la misma época que cantaba Dylan, nos extasiábamos con En el camino, de Jack Kerouac, libro ícono de una generación de trotamundos, hippies y partidarios de la máxima libertad.

La discusión gira hoy sobre si son válidas o no las yuxtaposiciones de literatura y música. Para mí la Academia, con esa decisión, no se sale de la estética clásica. Occidente tiene raíces muy arcaicas y su historia se remonta a los griegos, quienes sostenían que matemáticas y música andaban entrelazados. Seis siglos antes de nuestra era se hablaba de “armonía”. Los primeros homéricos se ganaban las coronas de oro antes que Homero pusiese sus cantos en un texto llamado La Ilíada. Entonces, que se premie a un cantautor, como dicen los españoles, no debe asombrarnos. Menos en una época tan musical como la nuestra. América ha inventado la “comedia musical”. ¿Y hoy acaso no vemos en las calles a incontables personas caminando con un enchufe en el oído? Extrañeza de la obra de arte. No viene de la naturaleza sino de adentro.

Hablemos con franqueza. Dylan es los años sesenta: amenos, eróticos, frescos, ilusionados. Los sesenta han inventado su propia mitología. El siglo estaba joven, era un muchacho con los cabellos largos que escuchaba rock, o un guerrillero, o una muchacha vestida como una gitana de colores vivos. El aire del tiempo —Zeitgeist— era ligero en política, amores, riesgos y curiosidades; una levedad de las cosas y de la existencia, la historia no había desembocado en el mercado. Creíamos en el porvenir, pero con ideas que ya estaban heridas de muerte. Esperábamos de la vida, modestamente, todo. Lema del mayo del 68. “Todos los caminos llevaban a Katmandú”, o más cerca, al Cusco hippie y barato que ha dejado de existir. Todos éramos Dylan. Vivir era como estar al pie del Everest y no la planicie de resignación de estos tiempos. Y nos importaba un carajo el tipo de reloj que llevábamos o Saga Falabella.

Han premiado en Bob Dylan a la contracultura. Estamos ante lo que se llama una recuperación. Lo del premio la reconoce y la clausura. Ya no es un gesto rebelde. Le han puesto algo peor que una corbata. Y Robert Allen Zimmerman no ha tenido más remedio que aceptarlo. Ya no es el rock la contracultura, sino simulación convencional y de consumo. Es cénit y a la vez un ocaso. Lo de moverse y saltar ya no es novedad. Era una transgresión del concierto clásico, hoy es rutina. Por eso he dejado de ir. Ya no es la voz de jóvenes proletarios como los Beatles de Liverpool.

La contracultura sería ahora —en condicional— los conciertos de Mozart con un público que no deje de moverse. En vida de Mozart había piezas musicales —cantatas, lieder, marchas, piezas de clavecín o piano— que duraban poco. No solo óperas. El público de aristócratas permanecía de pie. Y petulantemente se desatendían. Lo de concentrarse como si fuera una misa vino después.   

 

Posdata. En estos días se nos ha ido Jaime Carbajal. Tiempo atrás, en la Tiendecita Blanca, me dijo: “No te preocupes Hugo, voy a ser tu editor para toda la vida”. El motor de Crisol. El amigo que sabía de economía, de política. Hablábamos francamente. Me sugirió escribir un libro que tuvo en sus manos antes de dejarnos. Ha llevado la cultura a los conos y a provincias. Es una inmensa pérdida para todos. Agradezco a El Montonero el poder hacer públicas estas líneas sentidas.
 

Hugo Neira

 
Hugo Neira
17 de octubre del 2016

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