Rocío Valverde

Azúcar en la sangre

Azúcar en la sangre
Rocío Valverde
26 de septiembre del 2016

La lujuria de la la gula

Siempre he escuchado que los latinos mostramos nuestro amor hacia las personas por medio de la comida. Y luego de pensarlo un rato he reunido pruebas en mi familia. Nosotros nos damos comida, pero sobre todo nos regalamos golosinas. Nunca falta una lata de aconcagua y un paquete de galletas de soda en la casa de las abuelas, por si un día decide caer por casa algún sobrino. Los viajes a la esquina para comprar pan para el lonche llegan con una porción de picarones o unas milhojas. Si alguien pasa por el jr. Carabaya, obligatoriamente le compra un merengado de fresas a mi madre. Cuando alguno de mis padres viene a visitarme sabe que en su equipaje de 23 kilos me tienen que traer tres kilos de tejas de Ica y manjarblanco de Cajamarca. Y haciendo un punto aparte, ¿por qué la gente encarga cigarrillos cuando les dices que viajas desde Sudamérica? ¿Tabaco? ¿Una cajetilla ocupando el espacio de un KingKong?. Desconfío de los pobres de espíritu que por ahorrarse unos centavos cambian delicias por alquitrán.

Y, claro, también es que mi familia es muy dulcera. Mi abuelo, cuando el Parkinson aún se lo permitía, corría detrás de los heladeros al escuchar el trompeteo de su corneta, y cuando la enfermedad lo entumecía me pasó la posta a mí ¡Señor heladero, unos bombones, un bebé y un huracán por favor!. Crecí queriendo ir siempre a Chabuca Granda a comer un suspiro limeño mientras mi mamá aprovechaba para comprar camotillos por docena. La pregunta que mi hermano le hace a mi madre cada vez que el gusano de su barriga lo aprieta es : ¿Mamá, no tendrás un dulce? Mi mamá estaba siempre presta a preparar una mazamorra de piña. Esta afición pasa de generación en generación sin saltarse una.

La sensación de entrar a un lugar lleno de bombones brillantes, pastas cubiertas de azúcar, mazapanes de colores, bollos dorados, caramelos y paletas de dimensiones perfectas es indescriptible y solamente la he tenido en cuatro lugares. La primera vez, fue cuando entré al Mercado Central y vi que vendían manjarblanco y fudge a granel. Mi mente no procesaba que existieran baldes, cuando mi madre no me dejaba comer más de una cuchara al día. La segunda vez fue cuando entré a un Corte Inglés en temporada navideña. Los turrones de chocolate, de yema, de Alicante y demás, decorando los dorados pasillos, me hacían sentir como Charlie en la fábrica de chocolates.

La tercera vez fue en Zaragoza, específicamente frente a la Catedral de la Virgen del Pilar. Como prueba para sus fieles, frente a ella se encuentran tres calles con pequeñas llenas de tiendas de chocolates, galletas, nueces, churros y todo lo que el corazón pueda pedir. Me falta por conocer aún a algún ser que no haya caído en la gula con las frutas de Aragón y los adoquines. La cuarta vez fue cuando entré al Selfridges gigante de Londres. Estaba con mi padre cuando mis ojos despreciaron los bolsos de diseño y se posaron por vez primera sobre la zona de chocolates. Lo primero que vimos fueron las chocolatinas envueltas en papeles de colorines que te quitaban el habla. Arte gráfico envolviendo arte culinario. Estaban los chocolates Godiva, Prestat, Pierre Marcolini, Artisan du Chocolat, Charbonnel et Walker, Lindt, La Molina, entre otros presentando sus bombones de champagne, chocolate con sal, trufas de caramelo, chocolate con pistachos, etc. Sé que cuando el de abajo me lea la sentencia esa visión de lujuria será la que me condenará a arder por siempre. No importa mucho porque después de lo comido me volveré fondant.

Rocío Valverde Pastor

 
Rocío Valverde
26 de septiembre del 2016

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