Fernando Vigil

Al otro lado de la frontera

Al otro lado de la frontera
Fernando Vigil
17 de septiembre del 2015

Sobre la dramática realidad actual de los refugiados

Un pequeño niño que parece dormir en la orilla de una playa turística en Turquía, en realidad yace muerto en la arena. Ese niño era Aylan Kurdi, tenía 3 años, y huía junto a su familia de la guerra, violencia y miseria que el estado islámico ha instaurado en Siria.

La terrible imagen del pequeño Aylan representa el drama que viven día a día millones de inmigrantes en todo el mundo durante el éxodo voluntario por una vida mejor. A los que perecieron en la dura travesía no los mataron las balas de la guerra, sino las barreras de la indiferencia, xenofobia y proteccionismo que hoy imponen la mayoría de naciones.

Hasta antes de la 1a Guerra Mundial, la libertad de inmigración era casi total en el planeta, sin embargo, las naciones que se convirtieron en las economías más avanzadas gracias a la creatividad, trabajo y producción de los inmigrantes que recibieron, como Estados Unidos, endurecieron sus políticas migratorias al identificar al inmigrante como un problema. ¿Es un problema? Es preciso derrumbar algunos mitos basándonos en la evidencia empírica de investigaciones realizadas en los últimos años.

Se dice que los inmigrantes suelen ser los peores y se convierten en una carga para el país que los acoge. Falso, los inmigrantes suelen ser más trabajadores, creativos, ahorrativos y emprendedores; se produce lo que algunos economistas, basados en la teoría darwiniana, denominan la “selección natural del inmigrante”, es decir, los inmigrantes en su mayoría son los más aptos, pues tomar la decisión de abandonar el país requiere de valentía, al existir una serie de costos (económicos, sociales, culturales y emocionales). Son pocos los que tienen el coraje para asumirlos. Sin embargo, esta selección natural no se cumple cuando el país de destino otorga dádivas a los inmigrantes a través de servicios públicos gratuitos y subsidios que lo único que hacen es generar parasitismo social, al atraer a extranjeros incapaces y pelafustanes. El problema es el “estado de bienestar”.

Se dice que un aumento de inmigrantes implicaría un aumento del crimen y la demografía, y propiciaría la pérdida de la identidad cultural del país anfitrión. Falso, los inmigrantes cometen menos delitos que la población nativa y su tasa de fertilidad es más baja (por necesidad de ahorro). La cultura tampoco se pierde, según Georg Simmel, “conforme los grupos culturalmente distintos se expanden en tamaño y se extienden, tienden a diferenciarse más internamente”, por ello no es difícil encontrar en diversos países comunidades de inmigrantes culturalmente muy marcadas.

El argumento más chauvinista es aquel que afirma que los inmigrantes quitan puestos de trabajo a la población local. Falso, la mayoría de inmigrantes tienen escasa formación o nula experiencia laboral y no habla el idioma del país al que ingresan, lo que los hace poco competitivos. Si bien esto reduciría la productividad marginal del empleo poco calificado y bajarían los salarios de ese sector de la población, esto sería temporal, y en virtud de la competencia en el mercado laboral entre nacionales y extranjeros, subirían los salarios de los más calificados y esto obligaría a que los menos calificados busquen ser más competitivos. Esto sería positivo para la economía del país receptor, pues mejoraría su productividad, se incrementaría el nivel de renta de la población nativa y mejoraría su distribución. Tampoco olvidemos que el inmigrante produce, obtiene ingresos, consume y paga impuestos.

Los países que han optado por el libre comercio, tumbando barreras para la libre circulación de mercancías y capitales, hoy gozan de un crecimiento económico sostenido que les ha permitido reducir el nivel de pobreza de forma increíble en el último siglo y por ende contribuir al bienestar de sus ciudadanos, sin embargo se olvidan que el libre comercio implica la libre circulación de personas, que simboliza el respeto a la vida, la libertad y la propiedad.

 

Por: Fernando Vigil
Fernando Vigil
17 de septiembre del 2015

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