Eduardo Zapata

Al alumno, con cariño

Al alumno, con cariño
Eduardo Zapata
14 de julio del 2016

La electronalidad ha generado un nuevo tipo de estudiantes

Nunca tan evidente —porque ahora vivimos un profundo cambio cultural, mucho más invasivo, permanentemente mutante y masificado que aquel que supuso la impronta de la palabra escrita— que las tecnologías de la información alteran no solo nuestros modos de interactuar, nuestras instituciones y la manera de construir nuestros imaginarios. Alteran también nuestra propia gnosis, la manera como codificamos y decodificamos el mundo.

La tierra no es plana gritaba Ptolomeo. Y era cierto. La tierra no es redonda, decía recientemente Thomas Friedman en su libro La tierra es plana. Y también es cierto. Nos habíamos acostumbrado tanto a un mundo de homogéneos, que cualquier rasgo de diferencia era imperfección del modelo. Si el hombre había sido hecho a imagen y semejanza de Dios, pues todos éramos (debíamos serlo) iguales. Y las historias nos hablan de cuantas cruzadas violentas —físicas y de las otras— emprendimos para eliminar las “diferencias”.

Cito dos nombres de científicos del cerebro para tomar en cuenta: Susan Greenfield y Bruce Lahn. Me gusta subrayar sus nombres porque a la observación lingüística y semiológica ellos le añaden la comprobación desde las neurociencias. Y ambos coinciden en mostrar correlaciones entre los cambios en las tecnologías de la información y la configuración cerebral. Y cito un dato más para los que quieren reducir la vida toda al libro: la tecnología de la palabra escrita alfabética tiene solo 2800 años en el largo recorrido de la historia de la humanidad.

Sin embargo —y era lógico— la supremacía de la palabra escrita sobre la oral se hizo impronta de modelo y desarrollo. Y todos los no adscritos a ella resultaron no solo ignorantes, sino —peor aún— “diferentes”, a ser redimidos en y por la homogeneidad. No solo en su ignorancia de código (que existía y existe), sino en la redención de sus “almas” y “espíritus”.

La tecnología de la información electrónica ha cambiado ya las mentes y conductas de sus hijos. Mal haríamos, entonces, en ver “defectos” redimibles (psicológica o, peor aún, farmacológicamente) donde hay simplemente productos culturales distintos. Seres humanos que —nos guste o no— poseen una gnosis distinta, como distintas son sus competencias y habilidades. Sus conductas mismas.

La electronalidad hace a sus usuarios diestros en el manejo de varios códigos con simultaneidad. Esa misma tecnología los hace multisensoriales y no solo visuales (como lo hizo el libro). Ellos son ya hijos de una cultura del “hacer” y no de un “ser”´ homogéneo y estable. Ellos —y por eso el título de un nuevo libro que estamos terminando: Nómades— saben más de nomadismos que de sedentarismos que pueden devenir en anquilosamientos.

Si me preguntasen —como docente— qué pienso del niño o joven que se sienta quietecito y sumiso en el aula y que “se esfuerza” en mantenerse cruzado de brazos, tendría que decir que me preocupa. Y si, en cambio, afronto un estudiante movedizo, que interviene con lucidez intermitente, pero que uno sabe que está allí, tiendo a seguir su desarrollo.

Salvo desórdenes químicos, los niños y jóvenes de hoy tienden a lo que ayer —tiempos estables de “buenas conductas”— llamábamos hiperactividad o desconcentración. Alumnos-problema, añadirían algunos. Alumnos-posibilidad diríamos nosotros.

Si ayer rendíamos homenaje al maestro con cariño, manzanas y ceremonias incluidas, me quedo con estas líneas que se sintetizan en “Al alumno, con cariño”. También la electrónica ha destronado al maestro de su excluyente papel de deidad, padre o autoridad hereditarios. Todo eso —gracias a la tecnología— el maestro debe ganárselo en el aula. Con rigor, pero con cariño y respeto a los estudiantes.

 

Eduardo Zapata Saldaña

 
Eduardo Zapata
14 de julio del 2016

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