Jorge Valenzuela

Agonía

Agonía
Jorge Valenzuela
18 de febrero del 2015

Sobre la muerte de Máximo Damián, el violinista de Ishua               

Agonía fue la pieza musical para violín que compuso Máximo Damián cuando, en 1969, con solo 58 años, murió José María Arguedas. Esta tonada, asociada a los danzantes de tijeras, trataba precisamente de expresar esa sensación de muerte que en un cuento como “La agonía de Rasu Ñiti” es sublimada por una extraordinaria fuerza espiritual que hace inmortal al bailarín protagonista a los ojos de los que lo observan al final de su inmolación. Recordemos a Lurucha, el arpista, diciendo lo siguiente al final del relato: “Dansak no muere. Por dansak el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani”.

Esta pieza, que fue tocada por Máximo durante el cortejo fúnebre de nuestro más célebre escritor, permitió a todos los que estuvieron allí presentes, experimentar desde la música, lo que había sido la vida y la muerte del escritor andahuaylino.

Nada, pues, es gratuito cuando asociamos la vida de un artista con su obra. Cuando Arguedas eligió a Máximo Damián para que tocara el violín en su entierro (como Lurucha toca el arpa en “La agonía de Rasu Ñiti”) y, con su música, lo despidiera de este infame mundo, no se equivocaba: sabía que las notas de su instrumento lo representarían mejor que nada ante los demás.

El arte y la capacidad de Máximo Damián para trasmitir sentimientos de una hondura sobrecogedora seguramente impresionaron a Arguedas, quien allá, por los años cincuenta, indagó por él, lo ubicó en el corralón donde vivía y lo contrató para una presentación en público. Máximo apenas tenía dieciocho años.

Como el gran José María, nuestro insigne violinista fue un danzak, un resistente, un luchador. Gracias a su violín y a su capacidad para trasmitir los sentimientos más dolorosos y desgarrados, pero también más dulces y tiernos de la sensibilidad andina, podemos entender mejor la dimensión etnomusicológica de la obra de Arguedas. Son 51 cintas de carrete abierto las que constituyen la colección Arguedas en el Instituto de Etnomusicología de la Universidad Católica. En esas cintas hay 298 piezas musicales recogidas por nuestro escritor cuando trabajaba en Museo Nacional de Cultura, con la ayuda de Máximo, quien desde su juventud se convirtió en su colaborador y amigo incondicional. Esa es una de sus muchas contribuciones a nuestra cultura.

Por todo ello, es inexacto, pero sobre todo injusto, decir que conocemos y valoramos a Máximo Damián solo por la entrañable amistad que tuvo con José María Arguedas. El mérito del violinista ayacuchano es de sobra conocido y sería mezquino no reconocerlo como uno de los más grandes músicos, compositores e intérpretes de nuestro acervo cultural ayacuchano.

Como en “La agonía de Rasu Ñiti”, Máximo Damian debió de haber sentido, como el bailarín Pedro Huancayre del famoso cuento, que “el corazón le avisaba” y que un wamani, asentado en su cabeza, lo había estado protegiendo de todos los males del mundo hasta esa tarde en que la muerte, a través de la chiririnka que la anuncia (la mosca azul), finalmente vino a decirle que la hora había llegado. Como en el cuento, también, habría sentido un cuchillo en el corazón y que una a una las piernas se le paralizaban, que un brazo se le moría, y se le caía a un costado, que el wamani aleteaba sobre su frente, que el violín, como las tijeras, se le caía de las manos y que los ojos se le cerraban, mientras su mente y su cuerpo viajaban a otro mundo, como cuando soñó, el día que murió José María, que este lo llamaba: ven, ven, diciendo.

“Las notas de tu violín son el llamado de los wamanis para restituir a Inkarrí en su trono”, dice que le dijo Arguedas, una bella tarde, mientras caminaban por las quebradas de Cabana Sur, antes de llegar a Aucará en donde vieron la casa de Guamán Poma de Ayala.

Sigue tocando, querido Máximo.

Por Jorge Valenzuela

18 - Feb - 2015  

Jorge Valenzuela
18 de febrero del 2015

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