Luis Hernández Patiño

A medio siglo de la revolución velasquista

Intentó acabar con la propiedad privada y la economía de mercado

A medio siglo de la revolución velasquista
Luis Hernández Patiño
03 de octubre del 2018

 

Este 3 de octubre se cumplen 50 años del golpe de Estado que tuvo lugar en el Perú en 1968. Han pasado cinco décadas desde entonces, pero el recuerdo de lo que ocurrió permanece en la memoria de quienes tenemos entre 60 y 70 años de edad, como si fuese ayer. A modo de anécdota, podría contar que la mañana de aquel 3 de octubre me vestía para ir al colegio, escuchando la emisora Radio Reloj, y entre el constante tic tac, que sonaba como fondo característico de aquella emisora, un locutor informaba que, en esa madrugada, el entonces presidente constitucional de la República, Fernando Belaúnde Terry, había sido deportado hacia Argentina.

Por esa época, el Perú enfrentaba grandes problemas de tipo económico, social, cultural y psicológico, que planteaban la necesidad de cambios estructurales verdaderos —no demagógicos ni menos de corte revolucionario— para orientar a nuestra nación hacia el crecimiento y el desarrollo. Pero se produjo la revolución velasquista, y esa revolución no hizo más que agravar los problemas ya existentes, generando incluso otros nuevos, debido a la orientación ideológica que se le dio a la organización y al funcionamiento de nuestro Estado. Y entonces ya sabemos qué fue lo que ocurrió con nuestro agro y con nuestra pesca, y a dónde se fue nuestra industria azucarera.

Haciendo un breve repaso histórico, resulta que al final de la década de los setenta el Perú se encontraba sumergido en una economía arruinada y bajo el peso de una tremenda deuda externa. Una deuda revolucionariamente incrementada por la dictadura y que puso a nuestro país en la condición de tener que estirarle la mano a quien lo pudiese ayudar. Debido a la destrucción socialista y revolucionaria del agro, nuestras ciudades se habían llenado de migrantes. Estos migrantes se habían desligado del patrón, que ya no comía de su pobreza, pero no habían podido desligarse de la miseria que los obligaría a dejar su terruño. Y al final esa miseria se vino con ellos hasta la capital, obligándolos a vivir en condiciones de insalubridad, como puede verse en aquellos lugares de Lima en los que hasta ahora, por ejemplo, no hay agua.

 

El legado revolucionario

Hoy el Perú sigue siendo un país inestable, enfermo y a la merced de la nefasta y coincidente obra de “los podridos, los congelados y los incendiados”, de los que el historiador Jorge Basadre habla en su ensayo “La promesa de la vida peruana”. La revolución velasquista jamás le puso fin a las andanzas de esos tres grupos, y no hubiese podido hacerlo, pues esa misma revolución fue inspirada en una pavorosa pobreza sentimental, la cual explica el legado revolucionario de una versión aumentada y corregida del rencor. Sí, del rencor que ha sido y es uno de los rasgos patológicos de nuestra psicología, como afirma Víctor Andrés Belaunde en la primera parte de su libro Meditaciones peruanas, en el que aborda nuestros rasgos psicológicos. En el marco de la revolución velasquista, ese rencor tan acendrado en nuestro medio fue orientado en contra de todo aquello que tuviese algún tipo de relación con la iniciativa individual, con el empuje empresarial, con el deseo de ganar dinero y prosperar. ¡Ay de aquel que en los años setenta se atreviese a proclamar que viva la propiedad privada y la economía de mercado!

En cuanto a lo ideológico, la revolución velasquista infundió entre nosotros un enfermizo tipo de culto al Estado, como si el Estado fuese capaz de hacer bien todo aquello que, por su naturaleza, no está llamado a realizar. Han pasado los años, pero la influencia de esa revolución no ha cesado, y más bien tiende a reflotar. Lamentablemente, la reforma económica iniciada a principios de los años noventa quedó políticamente truncada. Al final seguimos al margen de la posibilidad de gozar de los beneficios que nos hubiera podido traer la institucionalización de la economía de mercado, como herramienta de cambio que don Pedro Beltrán se esforzaba por alentar desde su periódico La Prensa. Así como desde el Ministerio de Economía, en el Gobierno del presidente Manuel Prado.

Si de cambios se trata, el devenir de nuestro país hasta ahora continúa en manos de minorías que, cuando tuvieron la oportunidad, convocaron las simpatías y anhelos de las clases bajas, aprovechándose de la ignorancia de estas para tomar los puestos de los viejos señores, a los cuales reemplazaron, con el propósito de convertirse en los nuevos amos y dueños de los privilegios del poder mercantilista. Los miembros de nuestras clases medias, especialmente los que viven en situación de empleados y dependen de un sueldo, no consiguen liberarse de la vieja condición de tener que cortejar a los nuevos amos del poder para conseguir algún puesto o mantener el que ya tienen en el ámbito de la burocracia. Las clases bajas siguen sumergidas en diversas limitaciones económicas, en un impresionante grado de abandono educativo y una condición de servidumbre que, de acuerdo con la experiencia histórica, las dictaduras ahondaron, en vez de ayudar a superar. Y pese a todas las promesas ideológicas de libertad, igualdad, y fraternidad que los demagogos suelen hacer.

 

Los beneficiarios de la revolución

No es casualidad que los socialistas del siglo 21 evoquen con gran nostalgia aquellos días de la revolución velasquista, ya que si de algo sirvió esa despreciable revolución fue para que una minoría —que a nadie representaba— tenga la oportunidad de instalarse en instituciones estatales a las que, tal vez, por méritos propios jamás hubieran llegado. En su condición de servidumbre seudo intelectual del dominio de clase mercantilista, los socialistas buscan que hoy, como ayer, el Estado se convierta en su agencia de empleos o su botín, si son ellos los que logran capturar el poder. Si así fuese, ahí aparecerían aquellos que solo sirven para calentar asiento como burócratas, recitando sus poemitas, entonando sus cantitos, con esas letras comprometidas supuestamente con la situación del pueblo, mientras que el pueblo es el que, sin saberlo, paga la cuenta de las veladitas revolucionarias de los jerarcas.

Ante todo esto, luego de 50 años de la revolución velasquista, lo que yo lamento es la tibieza, la vacilación, la división e incluso la caviarización que percibo en algunos de los social no sé qué, frente a la urgente necesidad de plantear el proyecto de un Perú que se encamine a una verdadera emancipación. Los tibios, nuestros mencheviques, deberían cuestionarse y cambiar su actitud. Hoy el Perú requiere acción antes que indiferencia.

 

Luis Hernández Patiño
03 de octubre del 2018

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