Elecciones y clasismo

Las peligrosas secuelas de la campaña electoral

Las elecciones del 2016 serán recordadas como un momento en que la crisis de la política y el espacio público desató tendencias destructivas contra los avances que se habían producido en la economía y la sociedad luego de un cuarto de siglo de crecimiento, reducción de la pobreza y expansión de las clases medias. Un país polarizado en dos mitades y un sector de la élite calificando al otro de “tolerante con la corrupción, la violación de DD.HH., el autoritarismo y el narcotráfico”.

El duro adjetivo —promovido por un sector del antifujimorismo que, poco a poco, fue desnudando su naturaleza clasista—, en realidad, tiene sus antecedentes teóricos en las aproximaciones de la sociología de izquierda que responsabiliza de la informalidad y “la transgresión social” a la emergencia popular de las últimas décadas, mientras se exculpa al fracaso del Estado, la ley y el contrato social. No ha colapsado el establishment, sino la emergencia que ha derribado las murallas levantadas por la sociedad criolla para excluir a las sociedades andinas.

Hoy la riqueza y la pobreza en el Perú no tienen nada que ver con “familias y linajes”, sino con los méritos y los aciertos en los mercados formales e informales. Hay ricos y pobres de todos los colores y humores. Semejante integración social es uno de los grandes activos de la nueva República. En esta campaña ha sido evidente, para cualquier antropólogo con voluntad de reconocer los hechos, que el clasismo ha provenido de sectores de izquierda y de derecha. No importa que alaben al barbado Marx o al profesor Hayek, estamos frente al temor de lo desconocido y ante la imposibilidad de entender al otro. De allí surge la negación y el adjetivo descalificador (narcoestado, por ejemplo).

El gran problema de este clasismo es que destruye los procesos de integración social del mercado y además, tarde o temprano, puede desatar una reacción adversa. Si eso sucediera el clasismo del Perú formal no tendría cómo ganar al clasismo de abajo hacia arriba, al “clasismo de la emergencia”. En un contexto de ese tipo, la democracia y la libertad habrían perdido largamente.

Siempre vale recordar, por ejemplo, que Puno es quizá la “sociedad de mercado más perfecta”, porque todos son empresarios trabajando en mercados populares. Sin embargo los puneños siempre votan a favor de los radicalismos, en contra del Estado y las sobrerregulaciones, y sancionan al centralismo limeño. ¿Por qué no podría prender un discurso clasista a la inversa? El hecho de que la emergencia se vincule con los mercados informales y el emprendimiento no garantiza nada frente a la crisis de representación política.

Estas reflexiones se plantean para, de alguna manera, volver a insistir en la enorme responsabilidad histórica que tiene el fujimorismo como un proyecto de nuevo partido del pueblo. Si el fujimorismo, ya sea en el gobierno o en la oposición, fracasa en la representación de este mundo emergente se desplegará un horizonte indescifrable en el que todo podría suceder.

El profesor Hugo Neira ha señalado que la campaña electoral del 2016 y la conducta de los medios de comunicación, en cierto modo, hacen recordar el veto oligárquico al Apra que terminó bloqueando la democracia en el siglo XX. En las elecciones del 2016 el veto clasista (envuelto en el celofán del “vínculo con el pasado” y “el proyecto del narcoestado”) deja un terrible sabor en sectores del mundo popular. Otra vez el veto, otra vez el adjetivo de arriba hacia abajo, mientras Antauro Humala, “el líder de la raza cobriza”, se frota las manos ante la posibilidad de un fracaso del fujimorismo en la representación del mundo popular. A reflexionar si no queremos enfrentar situaciones inimaginables.

Víctor Andrés Ponce